lunes, 27 de abril de 2020

La oruga

Se despertó al escuchar un ruido sobre el edredón. Como si hubiera caído de repente sobre la cama una moneda. Soñaba con unos campos de trigo amarillo que se perdían en el fondo del gris horizonte y de regreso a la realidad pensó que tal vez fuese realmente una moneda lo que había caído.

Encendió a tientas la luz y le quemó los ojos la claridad. Nunca se acordaba de cerrar los ojos o mirar para otro lado y la sensación de ceguera le duró unos segundos. Cuando las pupilas se dilataron lo suficiente para ver a su alrededor descubrió sobre la colcha un insecto o gusano que se movía veloz hacia su cara. Volvió el edredón del revés y de un salto se plantó en el suelo, que notó frío sobre sus pies.

A medida que se le amorataban los tobillos y el frío le recorría el cuerpo, iba reuniendo el valor para asomarse entre las sábanas y encarar a la oruga. Con extremado cuidado, hay quien diría asco, tomó la punta del nórdico y la giró despacio. Los estampados burdeos sobre el fondo blanco de la sábana iban dibujando el campo de juegos del insecto sin que hubiera rastro de su presencia hasta que, muy cerca de concluir el giro y apenas a unos centímetros de sus dedos, apareció la oruga.

Un sordo chillido, como el frío suelo, le recorrió relampagueante las cuerdas vocales mientras retiraba la mano como un resorte cuyo gancho se suelta por sorpresa. Ahí estaba. Sabía desde su infancia que las orugas se convierten en mariposas y que su desagradable aspecto, viscoso y blando y su color verde mohoso eran el precio a pagar por la belleza de sus futuras alas.

Y sin embargo, la repulsión se amplificaba a pasos tan agigantados como los de sus numerosas patas con la conciencia añadida de su toxicidad. El miedo, irracional, crecía a doscientas pulsaciones por minuto contra la lógica calmada de sus razonamientos que no paraban de repetir como en un mantra "Es pequeña, invertebrada, frágil, tú eres fuerte".

No era ya una lucha contra el gusano, oruga o lo que quiera que fuese. Era interna. Sus dos mitades, miedo y coraje, asco y determinación se miraban a la cara, plano contraplano, con una música de flauta o piano de fondo que ambientaba el duelo en el cercano oeste almeriense. Por revólver un pañuelo usado que encontró en su bolsillo, la alternativa, mientras la bola del desierto cruzaba su corazón, irse a dormir al sofá y cerrar la puerta del cuarto.

Con insegura lentitud avanzó hacia la alargada y ondulante forma de vida, intentando recogerla en su pañuelo usado. El tacto a través de la celulosa transpirable le produjo un impulso inevitable de rechazo y tuvo que soltarla. La oruga girada boca arriba pataleaba inerme y esa indefensión le infundió ganas renovadas de intentar la captura.

Algunos instantes después, tras menos titubeos y torpes manoteos, yacía de nuevo en horizontal sobre la cama limpia, los ojos como platos y la febril sensación, abandonado el enlosado canal de entrada del frío, de que no iba a regresar a los campos amarillentos de trigo, aunque tal vez el horizonte sí fuera gris.

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