lunes, 23 de noviembre de 2020

Dioni el vinagres

Dionisio hacía vino tinto desde los 16 años. Lo había aprendido todo de sus padres y abuelos, que procedían de generaciones infinitas de viticultores. No era el mejor caldo de la zona, pero tampoco estaba nada mal.

Su vigésimo cumpleaños lo celebró en la bodega con una fiesta a la que vino más gente de la que podía conocer. Entre todas estas personas, Clara, una joven morena y menuda, se le presentó con una sonrisa tímida y un piropo “Eres el festejado, ¿verdad? Pues tienes un vino tan bueno como tú” y se dio media vuelta dejándolo con un remolino de aire.

Durante la vendimia, el aire olía a rojo oscuro y Dioni andaba como ausente. Llevaba las uñas sucias, olvidaba la navaja, desparramaba los racimos por el suelo y no pensaba en nada más que en encontrar a Clara.  Incluso olvidaba fregar las cubas concienzudamente, como solía.

Apenas terminaba la labor, se dirigía a los bares y plazas de los alrededores buscando su pequeña y esbelta figura con la esperanza de volver a escuchar su voz. Esperaba junto al vaso vacío de la mesa, el cuerpo lleno de ese zumo antes tan dulce.

Una soleada tarde de principios de octubre escuchó el crujido de las hojas junto a la bodega. Abandonó el vino en su barrica y se catapultó fuera con el corazón agitado y turbio. Lo que parecían pasos humanos no era otra cosa que dos palomas torcaces revoloteando en un castaño.

Al cabo de seis meses, nadie en la zona reconocía al joven y agradable vinatero, transformado en un avejentado cascarrabias. De aquella barrica de vino olvidada salió un vinagre excelente. Por una cosa o por la otra, quizá por las dos, le pusimos el mote de vinagres.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Bruto

Félix canturreaba alegre al son del tableteo de las teclas del ordenador. El ritmo con que sus dedos se apretaban contra el teclado era armonioso y los hombros, un poco inclinados hacia adelante, con la mirada fija en la pantalla remataban la delgada figura del artista inspirado cuando una voz por encima de su cabeza estalló glacial: “Oja se escribe con hache, bruto, corrígelo”.

La parálisis de todas las funciones vitales llevó a Félix al borde de la muerte. Súbitamente cesó la música de salir de sus labios y los dedos erraban torpemente, incapaces de encontrar la letra adecuada. Con un suspiro se dejó caer sobre el respaldo de la silla y miró al techo.

Había una telaraña gris prendida sobre la viga de madera y el escritor descansó su mirada instintivamente a merced del balanceo. Primero los ojos, luego los hombros, luego los dedos, como un baile. Sumido en el movimiento, su cuerpo se reincorporó y encontró de nuevo el teclado.

Poco a poco recuperaba el ritmo y la gracia tan similares, tan distintos. Permaneció en trance durante más de dos horas. Después se levantó de un respingo, pero primero guardó el archivo de su nuevo relato “El viento que arrancaba las haches de las ojas”.