Como cada mañana, Leo se acercó a la pila de platos
sucios blandiendo la esponja con gesto amenazante. Desde que tenía 12 años y
comenzó a colaborar en las tareas de la casa había creado historias para cada
labor. Fregar era la Guerra de los Cien Años. Ante el desordenado ejército de
platos, vasos, cubiertos y sartenes se erigía cual conde de Talbot, un
escurridizo personaje de color verde que cabalgaba a lomos de su rasposo y
absorbente corcel a la velocidad de la mano de Leo enfrentándose sin temor a
las peores manchas de grasa, tomate reseco o bechamel que causaban estragos en
la sumergida y espumeante población del lavabo.
Con la mirada clavada en cada objetivo, el gesto
serio y el movimiento circular de sus brazos parecía que susurrara: “aquí
tenéis vuestra medicina, malditas manchas, rendíos ahora que aún estáis a
tiempo”. Una confiada sonrisa se asomaba después por las esquinas de sus labios
mientras aclaraba la vajilla y la depositaba sana y salva en el escurridor
metálico situado sobre su cabeza.
En mitad de la contienda, el dulce rumor de la
victoria que producía el chorro de agua templada se vio alterado cuando un
rebelde plato de postre de tono gris azulado escapó de sus manos y se precipitó
al suelo rompiéndose en pedazos grandes y algunos añicos.
El ruido atravesó los oídos de Leo y lo devolvió a
la realidad. Los ojos saltones parecían escapársele de su cara y de la sonrisa
satisfecha que tenía hacía apenas unos segundos no quedaba más rastro que una permanente
arruga en el moflete, justo en el hoyuelo izquierdo.
Cruzó el suelo ajedrezado de la cocina sobre la
punta de los pies con pasos meditados, para evitar cortes, tal y como le había
recordado la voz internalizada de su madre y se dirigió al cuarto de la
limpieza para reunir las malheridas tropas y darles digna sepultura en el cubo
de la basura. A medida que su cara lívida iba recuperando poco a poco el tono
aceitunado y la escoba reunía parsimoniosamente el destrozo, los trozos de
cerámica volvieron a la vida para exhalar revolcados en el suelo sus últimos agradecimientos
ante su héroe. Este respondía con la mirada tranquila y una caricia al empujar
la tapa gris de nuevo sobre el cubo.
Aunque había que lamentar pérdidas en la batalla,
Leo gruñó cerrando los puños aún húmedos y entrechocándolos, cuando vio las
gotas de agua deslizarse de los platos hacia la pila vacía y limpia. También
hoy había vencido, esta vez a los espaguetis con chorizo y las croquetas de
jamón de la cena con cuyo recuerdo ahora se pasaba la lengua por los labios,
como si pudiera volver a saborearlos.
El timbre lo sacó de su éxtasis culinario y se
estremeció un segundo antes de dirigirse a la puerta. Por el camino, se pasó la
mano izquierda por la cara refrescando los calores que le habían subido a los
ojos iluminándolos de rojo e incrementando la frecuencia de su parpadeo.
Abrió la puerta y observó frente a sí a un chico
joven, no muy delgado con barba de tres días y una especie de pijama blanco que
le tendía una mano blanda con un portapapeles y un bolígrafo atado por una
cuerda de pita roñosa. Antes de que sus ojos se habituaran a la excesiva luz
del rellano, el chico, con una voz atropellada que pugnaba por colarse entre
los escasos huecos abiertos que le dejaba la boca perezosa, lo invitaba a
firmar en la parte inferior de los documentos que traía pinzados.
Una sombra de tristeza cayó pesada sobre sus hombros
en ese instante, y supo que aquella firma significaba la capitulación final. La
guerra había concluido y se abría una nueva era en su hogar. Había llegado por
fin el lavavajillas que compraron antes de que se decretara el confinamiento.
José y Sara se alegrarían, pero él garabateaba un tembloroso autógrafo sobre la
hoja con aire ausente. ¿Qué papel le quedaba en tiempos de paz a un héroe de
guerra como él?
Tiró el bolígrafo contra el justificante de entrega
y mientras rebotaba empujó fuertemente la puerta de la casa y giró sobre sus
talones: “Ha llegado el lavavajillas” – anunció con voz ronca y la mirada
perdida entre las pelusas del suelo – “he firmado el recibo pero tengo que ir
al baño, atended al técnico, por favor”.
Solo ante el espejo pudo escuchar los ecos de
alegría de Sara y José con la mano izquierda sobre el estómago, encogido por el
peso del vacío. Los imaginaba agarrándose de la mano sudorosa, la mirada boba
centrada en el nuevo cachivache, los mofletes hinchados para suspirar hondo…
“¡Qué ridículo!”
Estaba apretando los dientes con la cabeza gacha
cuando se fijó con detenimiento en los grifos plateados. No brillaban. Maldita
cal. Tal vez, pensó frotándose las manos, después de la guerra de los Cien
años, llegaba el turno de la Guerra de las Dos Rosas.