martes, 28 de julio de 2020

El bar de Susana

El tipo que apoyaba los codos sobre el mullido taburete de la cafetería rechazó el ofrecimiento mediante un gesto que parecía de desdén. Afortunadamente Joaquín, el parroquiano más fiel, estaba habituado a tratar con extranjeros, por lo que no se lo tomó en cuenta. Avisó a la dueña de que al marciano no le gustaba el vino (Susana, a este no le insistas, creo que dijo) y salió dando pasitos cortos como si estuviera saltando minúsculas barreras de hormigón a cada paso que se alejaba del recinto.

Susana se acercó al marciano y le preguntó si prefería tal vez una cerveza o un zumo de limón, a lo que contestó de nuevo con indudable tono de desprecio: “no tengo sed”. Empezaba a ser desesperante haber acogido a este extraño personaje, un hombre bajito, calvo con un bigote blanco y unas gafas redondas finas que aseguraba estar recién llegado del planeta Rojo y hablaba y se movía con desenvuelta insolencia para hallarse en casa ajena.

“De Madrid al cielo” le habían dicho sus parientes cinco años atrás, cuando abrió por fin su propio bar en una calle cercana a la Plaza Mayor, “ya verás que nada volverá a ser lo mismo desde ahora”. Y no podía negar que, sobre todo en esto último, tuvieran razón. El marciano, si lo pensaba fríamente, era el más normal de los clientes que lo habían pisado desde entonces.

Pensó por un instante en su familia, en el fuerte olor a aceite de los verdes campos y el rasposo calor que los inundaba durante el verano, los principales motivos de su marcha. Ahora, enjugándose una lágrima con el paño que colgaba de su cinturón, lo echaba en falta. Había sustituido los aromas multicolores de su infancia por el denso y contaminado aire de la ciudad y sus calles grises, y sus caras grises.

Se irguió dejando caer su melena castaña con tonos rojizos hacia el lado derecho y preguntó al visitante con gesto serio: “Usted, ¿por qué decidió marcharse de Marte?”. Casi como si se hubiera descubierto chillándole a un niño indefenso, agregó con tono pausado: “Si no le es molestia conversar conmigo, estaré encantada de escucharle”.

El extraterrestre se giró hacia ella y con una intensa mirada que resumía años de lucha interna, alegrías y desacuerdos le dijo simplemente: “Para conocer Madrid”. Parecía poco motivo, pero en su voz y en sus gestos se adivinaba mucho, como si la ciudad fuese el fin de un viaje de liberación, emprendido para demostrarse a sí mismo la capacidad de adaptación y supervivencia.

Mientras observaba cómo el marcianillo salía por la puerta con torpes y ruidosos pasos, Susana pensó que ya era hora de cerrar y con una nostalgia infinita apagó las luces de la barra que caían en círculos perfectos sobre las banquetas, cerró la puerta de cristal con el pomo de aluminio y bajó el metálico cierre de la cafetería para siempre. “Madrid, no te conozco, pero ahora soy parte de ti”, pensó mientras se alejaba calle abajo hacia la nave espacial.

jueves, 23 de julio de 2020

Una mañana en las nubes

Alicia adoraba esos días en los que la espesa niebla teñía de blanco los cristales de las ventanas. Por varias razones, aunque principalmente porque se despertaba 15 o 20 minutos más tarde de lo habitual, como si el despertador interno se le apagase automáticamente, consciente de que su trabajo en la granja industrial estaría de nuevo parado.

Por la mañana en la semioscuridad de la casa, se movía como una gata, midiendo cada paso con recelo y arrimándose a las paredes para evitar encontronazos no deseados con los zapatos, sillas y bolsas que deambulaban por medio.

Es la sensación más parecida a vivir en una nube, pensaba mientras sorbía el café oscuro de una taza roja de esas que regalaban con la compra de tres unidades. Y por un momento imaginaba qué ocurriría si la niebla fuera tan espesa que pudiera elevarla consigo a medida que fuese levantando el día.

Sobrevolaría el pueblo y los alrededores, descubriendo el verdor de la primavera y las enormes extensiones de maíz frente a la granja, en un rectángulo perfecto, dibujado tal vez por una persona que como ella hubiera tomado una nube espesa y observara el lugar idóneo para que crecieran las mazorcas.

Los ladridos de Yuni, el viejo pastor alemán, la devolvieron a la casa. Protegida por un gastado impermeable, salió al húmedo jardín a prepararle su comida y cambiarle el recipiente en el que tenía el agua, un cuenco de plástico verde fosforescente, todo un acierto para días como ese.

Mientras el frescor del rocío de la mañana le sacaba las legañas de los ojos, se giró para observar una sombra que se dibujaba junto a lo que debía ser la caseta de Yuni. Parecía un arbusto, o una farola baja, o una señal de tráfico, o... ¡una persona!

De un brinco retrocedió hasta casi el umbral de la casa y atacada por el pánico intentó gritar en tono amenazante, pero descubrió que su voz no era capaz de salir de la garganta, como si la niebla se le hubiera acomodado también en las cuerdas vocales.

- Disculpa la aparición - le contestó una voz dulce y tranquila que disipaba los nubarrones de su mente - me subí el lunes pasado en una nube durante un día de niebla y hasta ahora no he podido volver al suelo.

Con una sonrisa amplia y divertida, mostrando sus dientes de color blanco niebla, Alicia invitó a la visitante a pasar a casa. Era una joven de cabellos rubios atados con una trenza, que tal vez tendría su edad.

- Yuni y yo te esperábamos desde hacía algún tiempo, Dorothy, ¿quieres un café? - ambas se rieron largamente y pasaron entre guiños cómplices a la cocina.

Aquella mañana, cuando la niebla se disipó, no había rastro de la casa de Alicia, y de Yuni solo quedaba el reflejo verdoso del agua en su cuenco. Desde entonces, unos campos de maíz presididos por un simpático espantapájaros ocupan su lugar formando un rectángulo perfecto.

lunes, 20 de julio de 2020

Ruta de montaña

La serpiente que trepa entre sus rocas
nos avisa del pecado y llama
al cielo en forma de cima
que acoge el santuario de su arrepentimiento.

El árbol queda en majestuosa soledad por el camino
lejos del pequeño guerrero, matorral oscuro
mientras la nívea realidad
acaricia con firmeza el suelo yermo.

Una pareja lejana de buitres negros acompaña
la mirada dominante que vomita el ansia
de llegar
a la frontera
y aún más allá
solo con una mirada.

Poseerás cuanto vean tus ojos
árbol, roca, buitres, matorral
y ahítos los pulmones de pureza
regresas
con suerte al agitado descanso
del guerrero que jamás podrá
conquistarse.

jueves, 9 de julio de 2020

Historia de una fuente


A Virginia le caía el pelo suelto sobre un vestido azul desteñido heredado de su hermana mayor. Aunque le pesaba ser la segundona y no tener nada propio, no se escapaba de casa por eso. Sencillamente, estaba cansada después de tantos días encerrada en casa sin respirar la brisa del mar. Era mucho pedir, si consideramos que no cumplía los diez años, forzar a una cuarentena así a una alegre chiquilla en medio del adelantado verano de Cádiz.

En el apartamento contiguo vivía Pablo, un compañero de clase más alto que ella, con el pelo rubio y los ojos marrones que llegaba al aula tarde y con sus grises pantalones remangados siempre que llovía. En clase no se dirigían la palabra porque las plazas estaban distribuidas por orden alfabético de apellidos y cada cual había hecho amistades en su círculo más próximo.

Era una coincidencia afortunada que vivieran puerta con puerta, sin embargo, ya que durante los sesenta días de encierro habían podido tramar la huida cuchicheando a escondidas desde las terrazas, refrescando las mejillas contra los helados barrotes metálicos del balcón, por debajo de los geranios.

El plan no era complejo pero exigía la máxima precisión: aprovechar que sus familias estarían de charla a las 8 de la tarde para escaparse al rellano y ahí esperar. Cuando la gente cerrase puertas y persianas, podrían salir del edificio y ver de nuevo el mar. No hacía falta mucho equipaje, si acaso una rebeca, por el relente de la noche y un puñado de galletitas saladas.

A sus 9 años (en total sumaban 18, se decían para convencerse de que eran mayores) cruzaban valientes las calles vacías de la ciudad fantasma en dirección al parque. Junto a un banco había un paraguas abandonado. A pesar de que no llovía, Virginia lo tomó y Pablo al verlo se agachó para remangarse las perneras. Treparon por una piedra blanca hacia una especie de plataforma, desde la que seguramente se vería el mar cuando comenzó a llover sin nubes. Bajo el paraguas abierto se agarraron y levantaron la vista:
- Podríamos quedarnos aquí - dijo ella - frente al mar.

El agua resbalaba por los laterales del paraguas como una fuente. Los barcos desde el puerto agitaban el pañuelo despidiéndose y empezaba a atardecer cuando escucharon los gritos de sus familias. El confinamiento había terminado y tenían que cambiar las flores que depositaban cada año junto a la estatua de los niños.