jueves, 30 de abril de 2020

Tres días

Tres días vive una mosca
Distraída la mirada persigo su vuelo hasta perderla
Ligereza y vaivén
Confundida su negrura entre las teclas
se desprotege caminando sobre el papel blanco iluminado
Pícara insiste en la supervivencia
cerca de la montaña diaria de los deshechos
Y aún no ahíta de insidiosas interrupciones
se acerca al cabello y me enreda la mente
con su zumbido.
Escapa de noche a la ira frenética y desnortada
mientras el sueño ronca sobre la ventana limpia.

Dos días vive una mosca
Acompañada e insolente persigue ahora mis pasos
Desequilibrio y ruido
En cada rincón vacío de la jornada
En cada mecánico acto cotidiano
Insiste ubicua
Y embiste
(o son, en plural)
escapistas de ramplones trucos y distracciones
frente a su experta pericia.

Un día vive una mosca
Sin la fuerza bruta
ira y violencia descargada
con un zas en un tris al que sigue el silencio
triste del silbido roto
en la mano cuadriculada de amarilla piel
Nos decimos flexibles, resilientes
con grandes palmadas en férreos hombros
y sin embargo

Ni tres días vive la mosca
en nuestro corazón

miércoles, 29 de abril de 2020

Valiente tú



- Abuela, ¿qué tal estás?
- Hola hijo, pues muy bien. Aquí. Bailando una sardana ¿cómo quieres que esté?

Me encanta seguirle el juego a mi abuela, desde siempre. Ni demencia, ni confinamiento, ni tercera guerra mundial nos lo podría impedir. Desde pequeñito nos fuimos creando una realidad paralela que revivimos y alimentamos un poco en cada encuentro y en cada charla.

- Pues no te he visto yo nunca bailar una sardana, eres toda una caja de sorpresas
- Ah, yo, siempre. He sido muy catalana. Porque mi madre era de Navarra, yo me apellido Yrayzoz, nada menos ¿qué te parece, eh?
- Pues un apellido muy catalán, claro que sí
- De Navarra, porque es el apellido de mi madre, que era de Navarra

La sonrisa se me congela en la boca mientras siento como la saliva sube hasta los ojos y los nubla. Palidezco imaginándola al otro lado del aparato, arrugadita, con la melena casi blanca tras dos meses sin ir a la peluquería. Reacciono tan rápido como puedo y le pido que me cuente aquella vieja historia de cuando era pequeña, que me lleve de vuelta a nuestra realidad.

- Estábamos con mi madre en casa y atamos una moneda a un hilo de pescar, una de esas monedas de 25 céntimos, y nos salimos a la terraza para tomarle el pelo a los peatones. Descolgábamos la moneda desde el balcón hasta que apoyase sobre el suelo y cuando veíamos que alguien se agachaba a recogerla tirábamos del hilo rápidamente y nos reíamos de sus caras, mi madre la primera. Era muy gamberra.
- Anda, ¡qué mala!
- Calla, calla, era una broma de nada. Total, que aparece un guardia con su chambergo gris y su tricornio negro, se acerca a la moneda y mi hermano tira de ella hacia arriba. Empezamos a reírnos y a gritar "guardia, guardia" y él mira hacia el balcón con una cara de mala leche que redobla nuestras risas.

Estoy convencido de que le hubiera propuesto a mi abuela hacer el juego de la moneda y la cuerda si nos hubiéramos quedado juntos en su antigua casa. Hubiéramos visto partidos de tenis grabados de Nadal, Federer, Garbiñe y hasta VHS de Arancha Sánchez-Vicario. Nos despertaríamos con la sintonía de Luis del Olmo a desayunar en su cocina, con su mesita blanca estrecha y su alicatado verde brillante y saldríamos a regar las plantas al balcón. Pero no se me ocurre decírselo, en esa realidad me he quedado solo. Y vuelvo a la nuestra:

- Y ¿qué pasó con el guardia? Porque con esos es mejor no meterse, que te multan
- ¡Que si te multan! ¡Como que se subió el tío a casa! Entramos al salón despúes de recoger la moneda y suena la puerta y allá que va mi madre con mis hermanos y yo detrás de sus faldas, que siempre eran de colores vivos y tacto suave. Abre la puerta y aparece el guardia.

Me encanta esta parte de la historia, cuando interpreta personajes. Casi puedo imaginármela al otro lado del teléfono, irguiendo la cabeza, frunciendo los labios y apretando el mentón contra el pecho para que la voz le salga más grave y luego estirándose digna y severa para hacer la voz firme de una madre defensora no solo de su familia, sino del derecho infantil a la risa

- Buenos días.
- Buenos días, señor guardia, ¿qué desea?
- Señora sus hijos me han insultado y se han reído de mí.
- No señor, los niños estaban jugando en el balcón y riéndose pero no han insultado a nadie.
- Sí, señora, me han llamado "guardia"
- Y, ¿no es usted un guardia?

Con nuestras risas entremezcladas, la respiración al galope y las lágrimas que recorren mis mejillas, solo puedo decirle que su madre fue muy valiente al enfrentarse así al guardia y ella instantáneamente regresa a Navarra y a su apellido mientras tres palabras se me congelan en la garganta cuando nos despedimos.

Abuela, ¡valiente tú! 

martes, 28 de abril de 2020

Los días de la paciencia

Despertar
antes de que nazca el Sol
la puerta entreabierta
los gatos maullando

Mensajes
algunos malhumorados
creciente el pulso
bajante la luna

Ciudad
vacías siguen sus calles
azules aceras
la sangre helada

Oficios
La frenética actividad
respiro olvidado
arde la urgencia

Comida
menú gritado en el bar
atragantamiento
pide la cuenta YA

Y vuelta
a ver respirar de lejos
como a cubierto
de los bombardeos

Alarma
regresen a sus hogares
obedecer mudo
obedecer ciego

Confinadas también nos dicen
que hemos de tener paciencia

lunes, 27 de abril de 2020

La oruga

Se despertó al escuchar un ruido sobre el edredón. Como si hubiera caído de repente sobre la cama una moneda. Soñaba con unos campos de trigo amarillo que se perdían en el fondo del gris horizonte y de regreso a la realidad pensó que tal vez fuese realmente una moneda lo que había caído.

Encendió a tientas la luz y le quemó los ojos la claridad. Nunca se acordaba de cerrar los ojos o mirar para otro lado y la sensación de ceguera le duró unos segundos. Cuando las pupilas se dilataron lo suficiente para ver a su alrededor descubrió sobre la colcha un insecto o gusano que se movía veloz hacia su cara. Volvió el edredón del revés y de un salto se plantó en el suelo, que notó frío sobre sus pies.

A medida que se le amorataban los tobillos y el frío le recorría el cuerpo, iba reuniendo el valor para asomarse entre las sábanas y encarar a la oruga. Con extremado cuidado, hay quien diría asco, tomó la punta del nórdico y la giró despacio. Los estampados burdeos sobre el fondo blanco de la sábana iban dibujando el campo de juegos del insecto sin que hubiera rastro de su presencia hasta que, muy cerca de concluir el giro y apenas a unos centímetros de sus dedos, apareció la oruga.

Un sordo chillido, como el frío suelo, le recorrió relampagueante las cuerdas vocales mientras retiraba la mano como un resorte cuyo gancho se suelta por sorpresa. Ahí estaba. Sabía desde su infancia que las orugas se convierten en mariposas y que su desagradable aspecto, viscoso y blando y su color verde mohoso eran el precio a pagar por la belleza de sus futuras alas.

Y sin embargo, la repulsión se amplificaba a pasos tan agigantados como los de sus numerosas patas con la conciencia añadida de su toxicidad. El miedo, irracional, crecía a doscientas pulsaciones por minuto contra la lógica calmada de sus razonamientos que no paraban de repetir como en un mantra "Es pequeña, invertebrada, frágil, tú eres fuerte".

No era ya una lucha contra el gusano, oruga o lo que quiera que fuese. Era interna. Sus dos mitades, miedo y coraje, asco y determinación se miraban a la cara, plano contraplano, con una música de flauta o piano de fondo que ambientaba el duelo en el cercano oeste almeriense. Por revólver un pañuelo usado que encontró en su bolsillo, la alternativa, mientras la bola del desierto cruzaba su corazón, irse a dormir al sofá y cerrar la puerta del cuarto.

Con insegura lentitud avanzó hacia la alargada y ondulante forma de vida, intentando recogerla en su pañuelo usado. El tacto a través de la celulosa transpirable le produjo un impulso inevitable de rechazo y tuvo que soltarla. La oruga girada boca arriba pataleaba inerme y esa indefensión le infundió ganas renovadas de intentar la captura.

Algunos instantes después, tras menos titubeos y torpes manoteos, yacía de nuevo en horizontal sobre la cama limpia, los ojos como platos y la febril sensación, abandonado el enlosado canal de entrada del frío, de que no iba a regresar a los campos amarillentos de trigo, aunque tal vez el horizonte sí fuera gris.

sábado, 25 de abril de 2020

Tiempos líquidos

Las teclas hierven frenéticas en el teclado del ordenador mientras la pantalla se ilumina con una sucesión de vocales y consonantes en simpáticas agrupaciones. En la radio, una cadena musical anuncia que son las 12, las 11 en Canarias y un relámpago de lucidez me atraviesa el cuerpo. A las doce y media sin remedio tengo una cita improrrogable y el relato está aún a medio revisar. Comienzo su lectura desde el principio y me pierdo entre vívidos colores, profundas emociones y poéticos giros dentro de la historia de José, un joven de edad cercana a los cuarenta que persigue a una misteriosa desconocida, igualmente joven y también, con toda seguridad, cerca de la cuarentena. Sigo sus pasos hasta el viejo café en el que se encuentran, las más comunes y torpes tretas para entablar conversación y la oportuna aparición del camarero con la cuenta pendiente del día anterior y el inoportuno comentario sobre la acompañante pasada y la presente. Remato con la indolente actitud del protagonista y su victimismo sin sentido mientras ella continúa hacia la barra para tomarse el café que oportunamente se añade a la cuenta de José. Cambio algún adjetivo, repaso la concordancia de los tiempos verbales, me aseguro del significado de la palabra gualtrapa y guardo el documento.

Ya más descansado, con la satisfacción del trabajo bien hecho, henchido tanto por la frase hecha como por su significado, abro la cuenta de correo electrónico, tecleo las primeras letras del correo de la editorial, detallo en el asunto el número del episodio que se envía y me permito hacer un guiño a la agradable visita de la semana anterior antes de despedirme cordialmente. Luego, presiono el botón de enviar y mecánicamente dejo caer la vista en la parte inferior derecha de la pantalla. Las 12:05.

No ha sido un sueño, pero el tiempo se ha dilatado exactamente igual que si lo fuese. En cinco minutos he viajado a las Canarias, a las calles de una regia capital europea (que por sus viejos cafés podría ser París o Viena, pero también Praga, o Bruselas, o Berlín, o Budapest), a la sede madrileña de la editorial y de nuevo a casa, donde aún me quedan 25 minutos para seguir soñando.

jueves, 23 de abril de 2020

Los sueños

A Mara y Nicolás



 Mara es una gran dormilona y se pasa días enteros en la cama.
En su casa piensan que es una niña muy tranquila pero a veces se preocupan porque se duerme en cualquier momento.
Una vez estaba comiendo un plato de arroz con tomate y se le puso la cara colorada porque se quedó dormida sobre él.
Un día, su mamá decide preguntarle: "¿Por qué duermes tanto, Mara?"
"Porque me encanta soñar y sé que los sueños se cumplen" le responde tranquilamente.
Mara tiene un primo que se llama Nicolás y vive en un lugar muy lejano.
Curiosamente, Nicolás también duerme mucho y pasa días enteros en la cama, igual que su prima.
El papá de Nicolás tiene muchas ganas de viajar con él a casa de Mara para que puedan jugar pero todavía no lo ha conseguido.
La mamá de Mara y el papá de Nicolás son hermanos y siempre están lamentando que los primos no se conozcan.
Un día, su mamá le preguntó: "Mara, ¿te gustaría conocer a tu primo Nicolás?"
Y Mara le respondió: "Mamá, lo conozco hace mucho tiempo, jugamos todos los días en nuestros sueños"
Una tarde, su papá le preguntó: "Nicolás, ¿te gustaría conocer a tu prima Mara?"
Y Nicolás le respondió: "Papá, ya nos conocemos, jugamos todos los días en nuestros sueños y los sueños se cumplen"
La mamá de Mara y el papá de Nicolás se alegran de que los primos se conozcan pero duermen poco y no saben soñar.
"¡Tengo una idea!" dice la mamá de Mara
"¡Yo también!" dice el papá de Nicolás
Justo antes de que se quede dormida en el sofá, la mamá de Mara le dice: "Mara, ¿podemos dormir la siesta juntas y visitar a Nicolás en sueños?"
Justo antes de que Nicolás se quede dormido en el sillón, su papá le dice: "Nicolás ¿podemos dormir la siesta juntos para soñar y jugar con Mara?"
Unos minutos después, Mara y Nicolás están jugando en la playa a construir un castillo de arena, mientras su mamá y su papá toman el sol con una sonrisa en la cara.
Cuando se despiertan, están más felices, porque gracias a Mara y a Nicolás ahora saben que los sueños, si lo deseas, se cumplen.

miércoles, 22 de abril de 2020

Panel de edición

La configuración de la entrada dejaba mucho espacio a la imaginación. Un simple portalón con tejadillo y felpudo marrón claro. De las miles de posibilidades podría ser una cualquiera; residencia veraniega, casa familiar, tienda de frutos secos y encurtidos, agencia inmobiliaria...

De entre tantas opciones, elegimos la tienda para continuar, sin duda por nuestra particular inclinación a la palabra y el concepto de encurtidos, que nos entretenía en los largos viajes imaginándonos verdes aceitunas y pepinillos con chalecos de cuero y ceñidas botas de piel.

Así que atravesamos el umbral y nos acercamos al mostrador para ver las etiquetas. Nunca nos gustaron las aceitunas, aunque no podríamos vivir sin el aceite de oliva virgen extra, sin embargo nos apasionaba mirar sus precios por el añejo sabor de los números en rojo brillante sobre el fondo blanco con la variedad escrita a veces a mano con un rotulador permanente, de esos que necesitan ser repasados permanentemente para que no se le borre la información.

Nuestros ojos perseguían cada rincón de la vitrina escrutando cada detalle como los satélites de geolocalización en busca de la ubicación de la Gordal deshuesada. Ver la montaña ovalada de piedras verdes nos teletransportaba a los Picos de Europa y nunca supimos por qué, pero no le dábamos ninguna importancia gracias al aire fresco que nos refrigeraba los pulmones en esos momentos.

Aunque temíamos el momento, nuestro enlace permanente con la vasija metálica de las aceitunas nos impedía escuchar la amable voz que hacía ya unos minutos nos daba la bienvenida a la tienda y, con un timbre educado en las más antiguas escuelas de marketing de la humanidad, los mercados ambulantes, nos ofrecía dos esmeraldas con denominación de origen.

Habíamos ensayado este momento quinientas veces desde la última vez que entramos en una fábrica de encurtidos y nos llevamos diez quilos de aceitunas arbequina mientras observábamos al responsable programar el prensado mecánico y escuchábamos las sugerencias para obtener "unos dos litros de aceite de oliva virgen extra de calidad insuperable con aromas frutales". No fuimos capaces.

De entrada teníamos previsto declinar el ofrecimiento con un simple muchas gracias, reservando la excusa para casos de insistencia. Ahí empezaba nuestra batería de historias inverosímiles, entre las cuales destacaban nuestras 3 favoritas, el clásico "ya hemos comido", que causaba el mismo asombro a las 11 de la mañana que a las 6 de la tarde y que se llevaba la medalla de bronce de las justificaciones y nuestras flamantes campeona y subcampeona excusiles:

En segundo lugar estaba la denominada excusa gallega, que apodábamos así por obedecer al tópico de responder preguntando. De este modo, nuestra excusa era tan sencilla como esta "¿Nos las podemos guardar para llevar?" Y si esto de por sí generaba una mirada de través, nos proponíamos agregar "porque ya hemos comido", realizando un combo que podría incluso superar a la excusa número uno y desencajar completamente la sonrisa ya borrada de cualquiera al otro lado de la vitrina.

Nuestra favorita, pues ya que no fuimos capaces de hacerlo, tanto vale compartirla, consistía en aplicar un cambio de roles con la mayor naturalidad posible y responder al ofrecimiento con un simple "lo sentimos pero vamos a cerrar y no atendemos pedidos ya". Se nos escapaban las carcajadas del cuerpo cada vez que pensábamos cómo nos responderían a esto y no podíamos parar de temblar.

Pero ninguno de nuestros planes pudo llevarse a cabo y terminamos por conformarnos con la vista previa de todos ellos en nuestra imaginación mientras agradecíamos con la boca llena la aceituna y nos despedíamos con la urgencia de haber aparcado el coche en doble fila para poder escupirla a la salida y lavarnos la boca del encurtido sabor a derrota.

No nos gustan las aceitunas, pero no lo íbamos a publicar.


Escritos IX

No es que sea yo un gran amante de la actualidad, de hecho me considero bastante desconectado de todo lo que acontece en el mundo. Aun así, acudo puntual a mi cita con las noticias cada dos o tres semanas y me sorprendo de cuántas historias nuevas aparecen y qué pocas siguen en el candelero pasados sus quince minutos de fama.

Debo reconocer que en estos tiempos de pandemia y confinamiento, por incertidumbre o aburrimiento, acudo más  a la prensa y me leo los artículos de cabo a rabo, sorprendiéndome en esta ocasión de la consistencia e insistencia en la misma historia, como si no sucediera nada más que la cuarentena y la célebre “guerra al bicho”. Ansío ver cuánto quedará del virus en un par de meses.

Entre la mucha hojarasca política que se puede leer, también hay en ocasiones artículos interesantes y estampas humanas que nos acercan y universalizan sentimientos y vivencias comunes a muchas de las personas que nos encontramos encerradas solas o acompañadas en nuestros hogares grandes o pequeños.

Una de mis historias favoritas, que ya he visto aparecer en varias ocasiones, es la del mito del autoconocimiento confinado. Hay numerosísimas propuestas y ejemplos de la utilidad de este momento de reclusión obligada para realizar un barrido no solo de la casa sino del cuerpo, hogar del alma, en busca de esa chispa que nos responda a las célebres preguntas (¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿existe la felicidad?, etc).

Por supuesto, cualquier momento es bueno para hacer un ejercicio de autoanálisis que ayude a conocerse y comprenderse mejor, si bien las situaciones críticas deberían poner este ejercicio en cuarentena de fiabilidad, creo yo, por dos razones fundamentales: en primer lugar porque se trata de un contexto extraordinario y en segundo lugar porque no creo que se haga sinceramente.

Empezaré por la segunda. En incontables artículos, cadenas de mensajes y memes he leído de alguna manera la frase: “aprovecha el confinamiento para dedicarte tiempo y descubrirte, déjate sorprender por quien eres y otras sentencias inspiradoras”, pero nadie comparte ese proceso. Me pregunto si la invitación la hacemos para evitar el enfrentamiento y si tan poco queremos a nuestros semejantes como para desearles algo que no estamos haciendo.

En cuanto al contexto, es evidente que la crisis es oportunidad, como ya nos han repetido hasta la saciedad los miles de ponentes de Ted Talks que se multiplican por el mundo a tanta velocidad como las teorías conspiranoicas sobre el origen del coronavirus; pero no solo. La crisis, también es peligro.
Y en momentos de peligro nuestras tendencias suelen ser más conservadoras, lo cual es lógico y funciona porque, por ejemplo, si corro peligro de contagiarme, mejor me quedo en casa (si salir a pasear me puede implicar una multa, mejor me quedo en casa). Por ello, cualquier análisis o revisión profunda que se quiera hacer, no va a ser lo que se dice “un paseo” ya que nos invita a reconocer todos los obstáculos que nuestro miedo al peligro nos ponga en el camino.

Eso sí, habrá muchas cosas que desde el primer día que nos confinamos prometimos que cambiaríamos en cuanto esto terminase. Yo creo que esas tardaré más en cambiarlas que aquellas que ya he empezado a cambiar durante el proceso.

lunes, 20 de abril de 2020

Aforismos

Los libros apilados que no respiran se mantienen firmes como soldados que obedecen al orden.

Respiramos al día tantas motas de polvo que mezcladas con el agua nos hacen ser de barro.

Internet es el nuevo dios de la ubicuidad, vigilante de nuestros trabajos sisíficos por intentar burlar a la muerte.

Con las plantas guardamos en común la irrefrenable necesidad de mantenernos erguidas. Con los árboles, además de esa, la de dar fruto.

El cuco no es tan pájaro como para saber cuándo callar.

Si el espacio se midiera en horas, minutos y segundos, ninguna ciudad ocuparía más de dos días.

La casa escucha por las ventanas, toca por las paredes, observa por las puertas, bebe por los grifos y huele por la chimenea y así los pisos no huelen.

Celebrar el cumpleaños es un castigo digno del Tanatos más revanchista.

El Sol que se cuela en la casa iluminándola es la mejor prueba de  que los fantasmas existen.

Sí hay más ciego que el que no quiere ver, quien cree que lo ha visto todo.

Los bigotes de un gato son el pentagrama de las composiciones musicales.

Cada vez que veo una mosca caminando sobre la mesa me invaden pensamientos de altos vuelos.

La burocracia es, lingüísticamente, el afrancesamiento de la antigua Grecia.

La humedad es una novedad fumante.

¿No os ocurre que cuando se menciona la palabra diálogo se termina la conversación?

Las costuras son apretados lazos de unión que se rasgan con el uso y revelan la tela que había debajo.

El metro es la confirmación práctica de nuestro enterramiento en vida.

De la atracción hacia lo oscuro hasta ver la luz al final del túnel hay, como mucho, un par de sueños.

El granizo en abril son las migas que se sacuden del trapo después de limpiar la mesa del comedor.

Si el caracol corriera como un galgo, hablaríamos de la perseverancia con un tono frenético.

Escritos VII (parte 3)

(continúa)

Al acercarse a la puerta de la cafetería activó los sensores de la puerta corredera, que impulsaron el movimiento horizontal de retirada de las dos láminas de cristal traslúcido dejando franca la entrada a la luz. A estas alturas, atravesar ese umbral le suponía solo ya la incertidumbre sobre el momento vital al que viajaría y en qué circunstancias mentales y físicas, ya que contaba con abandonar el repiqueteo de su cabeza, así que siguió para adelante a ciegas y se dejó bañar por la luz.

Se sorprendió al verse en el espejo del baño, casi como si no reconociera al individuo que lo observaba entre perplejo y desafiante. Su pelo cuidadosamente revuelto, aparentando despreocupación, una pequeña perilla con bigote como la de Johnny Depp en aquella pésima película que rodó en Italia con Angelina Jolie. Reconoció el jersey de grandes franjas azules y blancas, los pantalones vaqueros azul intenso y las deportivas de casual runner. Era una de sus combinaciones favoritas para su primer trabajo en el centro de llamadas.

Recordaba que había identificado ese estilo informal y moderno cuando el día de la entrevista, encamisado y con pantalones chinos anchos, le tocó esperar en la salita junto al resto de candidatos y pudo observar a través de la pared acristalada el ir y venir del personal. Y en concreto a Toni.

“Bienvenido al paraíso de los vendemotos” fue la bienvenida con que acompañó una palmada en la espalda en su primer día como vecinos de cabina. Le había ayudado a encajar en el ambiente competitivo y amigable del equipo con íntimas y breves charlas en la sala de fumadores, donde el tacto espeso del tabaco consumido, llenaba cada rincón con su caricia rugosa.

Juanfran, el responsable de ventas, es un tiburón azul, pero le encantan las fiestas de empresa y se olvida de las clasificaciones y los ratios de éxito con un par de gintonics al son del reguetón más comercial. Te conviene aceptar el reguetón, pero no promoverlo, hay una fina línea, ¿sabes? Porque si te pasas nunca te llevarás bien con Rudolph, de recursos humanos, se llama Rodolfo pero como hizo un master en Noruega todos le conocemos como Rudolph. Puedes llamarle así, no le importa, de hecho yo creo que lo agradece porque se siente como en la serie esa de los publicistas en la que no pasaba nada.

A cada charla-monólogo, casi sin darse cuenta, se había ido transformando en Toni, bebiendo batidos multicolor en enormes vasos de plástico de usar y tirar y cortándose el pelo en una barbería moderna, de esas llenas de palabras inglesas en tipografías antiguas sobre chapas de latón lacadas en blanco o negro. Por ese mismo camino se veía cada vez más lejos de sí mismo y pensándolo bien, ¿cuándo había estado cerca de sí mismo?

El parpadeo de la bombilla que colgaba del espejo lo devolvió al cuarto de baño y a esa mirada perpleja devuelta por su propia imagen, casi recordándole que estaba lavándose la cara y las manos que traía sucias de haber estado preparando el bizcocho para la tarta de cumpleaños de su sobrina. Mientras se secaba las manos reparó en la esquina inferior del espejo.

Oculta entre los inútiles cepillos de dientes y los dentífricos secos y destapados asomaba una foto amarillenta y un poco humedecida. Retiró el vaso con toda la instrumentación de higiene dental y tomó la imagen entre sus manos. Un joven de ojos verdes, peinado a raya con un brillo excesivo del cabello, posiblemente debido a la gomina le sonreía y guiñaba un ojo que, tras el forzado parpadeo, se le mostraba gris oscuro.

domingo, 19 de abril de 2020

Escritos VI (parte 2)

(continúa)

Atravesó como una exhalación el pasillo repartiendo adioses y recibiendo que vaya bienes, giró el pomo de la puerta principal y no reparó en que éste era redondo y no de manilla, como el que tenía en su casa de la infancia. Pero no tardó en retroceder mentalmente hasta ese momento y recordar la forma del pomo, ya que se encontró en el rellano de su residencia de estudiantes.

Un amplio espacio enlosado sobre el que confluían cinco puertas blancas con diferentes notas, fotos y portadas de revistas musicales tan oscuras que las mismas puertas parecían restos de carteles despegados del muro de un edificio.

Frente a la escalera que daba a la calle de atrás de la residencia estaba el ascensor. Lo tomó porque recordaba un espejo dentro de él y no creía que lo hubiese en ninguno de los tramos de escalera. Ahí estaba, con una camiseta y unos pantalones tres tallas más grandes de lo normal, una cadena colgando del bolsillo a una de las trabillas y el pelo apenas un dedo por encima del cráneo. Exactamente igual que sus compañeros de viaje a ambos lados del ascensor, cuya imagen vio reflejada en el espejo con su cara superpuesta a sus cuerpos sin que le desentonase nada.

Al llegar a la cafetería le inundó un aroma chillón de juerga y sus oídos saboreaban palabras al vuelo que hacía mucho tiempo que no le eran familiares, "Tengo un cebollón...", "... unos calis en la...", "...conseguido una ficha de... ", "... en el Excalibur", "...tío, la que te perdiste...", "...es un máquina del...", "...la de farmacia este jueves". Era el sabor de la despreocupación, pero su acidez le revolvía las tripas por dentro.

Lo comprendió todo al ver la sonrisa cómplice de Tec y Farsul. Debía ser viernes al mediodía y no habría dormido más de 3 horas, seguro que en un camarote estrecho de un carguero mercante del siglo XIX en mitad de una tormenta histórica. Exactamente esa era la sensación:

¿Qué pasa, loco? - preguntó Tec con malicia - ¿Ha habido movimiento en el Airbus?

Los tres se rieron, Farsul y Tec con ganas y él, con una sonrisa coaccionada, les pidió que se dejaran de coñas marineras y aéreas. Necesitaba tierra desesperadamente. Recordaba bien aquel episodio: las risas previas, el botellón en la plaza, las bandas desafiándose y toda la adrenalina arremolinada a su alrededor.

Se llevaron una buena esos capullos - exultaba Farsul justo cuando abandonó los recuerdos para incorporarse a la conversación - Y tú estuviste mítico, real, puro... ¡TNT, tron!

Sus risas huecas resonaban en toda la cafetería pero también en su interior como un eco que levantaba el dolor desde lo profundo de sus entrañas hasta el mismo centro del cerebro: "Bueno, sí, no estuvo mal - admitió - pero nada que ver con el sábado pasado, ¿eh?"

Entre los aplausos y las risotadas esperpénticas un relámpago de lucidez lo sacudió por dentro y pensó que ahí estaba la clave. Despegado de sí mismo se vio alejándose hacia la salida mientras el resto se quedaba allí rememorando tiempos recientes a la vez que pasados, hechos que parecían ahora irreales aunque se presentaran crudos en una sucesión de imágenes mentales que le recordaban a un videoclip de Wu Tan Clan.

(continuará)

viernes, 17 de abril de 2020

Escritos V (parte 1)

Hacía más de 20 años que no se miraba al espejo y temía haber olvidado sus facciones. La última vez fue en aquel cumpleaños familiar al que según toda la familia no podía ir con esas pintas de pordiosero. Se colocó frente al lavabo con la mirada fija en aquellos ojos verdes que se oscurecían con cada pegote de gomina y cada tirón de peine. La raya a un lado, camisa blanca, cara bien afeitada aunque su barba no tuviera ni si quiera los tres tristes pelos de la canción, pantalón de pinza y zapato oscuro, casi ortopédico para sus plantas acostumbradas a las destartaladas deportivas grises. Esa fue la última mirada, y no era él.

Veinte años después ahí estaba de nuevo frente al espejo en la media mañana de un domingo de vacaciones, algunas canas asomando rebeldes entre el pelo enredado y dos rayas horizontales perfectamente irregulares horadando lentamente su frente. Una barba poblada y rala a la vez, que quizás con un arreglo aquí y allá le daría un aire de espadachín del siglo XVI (o XIX), la camiseta descolorida y con el cuello estirado en un improvisado escote, un chandal de esos que llamarían vintage y acentuaba su atemporalidad y sus perennes zapatillas grises, nuevo modelo lo más parecido posible a las anteriores, que había tenido que tirar porque el agua de la lluvia se filtraba a través de la suela y le empapaba los calcetines. Una pregunta le bombeaba el alma a cada detalle que su imagen le devolvía: ¿quién soy yo?

Abrió la boca en un bostezo y se dejó llevar por el sonido y la amplitud de la mueca hasta cerrar los ojos. Cuando cerró la boca de nuevo notó un sabor extraño, como a mermelada de naranja y pensó que serían los efectos de la resaca porque no probaba la naranja ni en refresco desde que se marchó de casa. Lentamente levantaba los párpados, paladeando aún ese dulzor cuando un sonido llamó su atención detrás de la puerta. Se acercó curioso al picaporte dorado y le pareció extraño, porque lo recordaba redondo y no de manilla y lacado en blanco, como la puerta que sin embargo era de madera.

Cuando apareció su hermana al otro lado, en el pasillo, todo cobró sentido de repente: "vamos, sal ya, que tengo que hacer pis. No sé por qué tardas tanto si ni siquiera te peinas". Salió al pasillo y escuchó al fondo a su madre y su abuela gritándole a la televisión mientras el aroma del café recién hecho le dilataba las narices y pensaba que era muy curioso cómo la gente se confunde de sentido y cree que despertarse es abrir los ojos.

Se dirigió a la cocina y mecánicamente, como para comprobar que todo era como se lo esperaba preguntó si su padre había salido ya. "Pues claro, son las ocho y media" le contestó su madre y casi automáticamente también, como si ella estuviera representando su papel agregó: "venga, que no llegas a clase. Y despierta a tu hermano, por favor".

Mientras regresaba al dormitorio de su infancia y adolescencia, un cuarto estrecho con cama nido de madera clara y escritorio amplio a juego junto a un armario blanco claramente insuficiente para dos gemelos en plena socialización, pensaba qué camiseta le "tomaría prestada" a su hermano antes de despertarle y se sorprendió de haber olvidado completamente el extraño viaje en el tiempo que estaba sufriendo.

"Cualquiera menos la verde oscura con las letras amarillas" le gruñó su hermano entre dientes mientras luchaba por mantener los ojos cerrados ante la explosión de claridad que convirtió sus párpados negros en rojo sangre. "No voy a cogerte ninguna camiseta, no sé por qué piensas que lo haría sin preguntarte" le respondió sonriendo mientras cogía la camiseta verde de la parte baja del montículo y revolvía toda la ropa del estante. "Me voy que no llego, dice mamá que te levantes" le espetó a modo de despedida.

(continuará)

jueves, 16 de abril de 2020

Escritos IV

Vivir en sociedad es como hacer un guiso invernal, con frío sienta de maravilla y casi cualquiera te lo comes, pero la receta perfecta no existe. Cada cual tiene su propia receta y nunca nos gusta mucho ninguna excepto la nuestra (o como mucho la de la abuela).

Lo primero en lo que no llegamos a acuerdo son los ingredientes: que si yo le pongo laurel, que si yo hierbabuena, que si codillo mejor que morcillo, berza vs grelos, o tocino en vez de unto. No es dificil ver el símil, teniendo en cuenta las infinitas discusiones y debates, no solo políticos, sobre la inmigración, la delincuencia, la economía o el paro, aquí algunas frases para la reflexión: "los hay que vienen a trabajar, legales, esos bien, los que vienen a robar que se vuelvan a su país", "la pena de muerte no, pero la cadena perpetua, eso sí porque eso de la reinserción es un camelo", "libre mercado vs nacionalización", "un buen pelotazo inmobiliario y verás como hay trabajo de sobra".

Y claro, sobre esta frágil base cuyo único ingrediente común tal vez es el agua, se construyen más y más divergencias, ahora sobre las cantidades porque hay quien lo prefiere más salado o más soso, quien no soporta que se note el apio o quien en lugar de uno echa dos puñados de judías verdes. Siempre sobre los mismos temas anteriores, algunas frases más para la reflexión: "bueno, que vengan, pero algunos, que aquí no cabemos todos", "yo me pongo una alarma que dicen (los anuncios y cuñas publicitarias, se entiende) que roban mucho", "yo no pago impuestos, mi trabajo es para mí, no para sostener a vagos", "no quiero estar de alta, que estoy cobrando la ayuda".

Si os parece poco el (¡qué apropiado!) desaguisado, seguiremos viendo que tampoco en los tiempos y soportes hay acuerdo, porque mientras alguien lo deja dos horas en olla al fuego, otra persona toda la mañana en cazuela de barro, por no hablar de quien lo hace en 10 minutos en la olla exprés o quien en recipiente más pequeño, cuela la mitad y le añade más agua. Aún a riesgo de parecer insistentes, volvemos a la analogía: "Vamos a acoger a los 17.337 refugiados a los que nos hemos comprometido", "ya vale eso de que estén en la cárcel a pensión completa sin hacer nada todo el tiempo", "la crisis hace urgente y necesaria la reforma laboral, inmediatamente", "otra vez se prorrogan los presupuestos generales del estado"

Podríamos  seguir eternamente, que si el orden en el que se añaden los ingredientes, que si los "trucos" de cada quién para potenciar el sabor (del mismo modo que los eslóganes "los españoles primero", "si facilitamos una exención fiscal para los autónomos...") y así sucesivamente, pero la idea ha quedado expuesta, por lo que nos acercamos al cierre.

"Recetas" hay tantas como personas y el "cocido" de la convivencia nunca va a saber como el de nuestras abuelas y por mucho que nos empeñemos el ingrediente fundamental que usaban eran sus años de experiencia. Al mismo tiempo, no creo que convenga cocinar como nos enseñan sin ir un poco más allá y añadir a esa experiencia otros ingredientes (la solidaridad, la diversidad, el amor) en cantidades abundantes y durante el tiempo que haga falta para que puedan descubrirnos sabores nuevos, ¿habéis probado a echarle jengibre a la sopa?

Aburrimiento

Aburrimiento
recuerdos de una infancia
contando horas.

La primavera
espera que salgamos
a disfrutarla

pero la casa
es una prisión grande
muy aburrida.

Edad adulta,
horas que vuelan, tarde
para aburrirse.

La primavera
dura un leve suspiro
mientras trabajo

y recuerdo bien
cuando me aburría
de pequeñito.

Niños y niñas
recorren nuestra pieza
insoportables

y yo, envidio
el tiempo que disfrutan
aburriéndose

hasta verano,
otoño, invierno y
primavera de
nuevo, en un ciclo que
es un bostezo:

aburrimiento.

martes, 14 de abril de 2020

Escritos II


Todas las mañanas se despertaba despacio y, sin saber cómo, encontraba su cabeza a los pies.

Vagamente, mientras se desperezaba y probaba sin éxito a abrir los ojos repasaba la noche anterior, si se había levantado incontinente o sediento, si algún insecto zumbador lo desvelaba, si los ruidos atronadores de la escalera en el silencio alarmaban su instinto…

Pero nada podía recordar de cómo había acabado enrollado sobre sí mismo, el cabecero y la almohada tan lejanos.

El siguiente paso era estirarse en la cama, uno de esos placeres que procuraba concederse cada día, si el despertar no conllevaba sobresaltos. Alargaba sus extremidades, primero hacia delante y luego hacia atrás, primero en la cama, en un ejercicio casi yógico, y luego, de un salto, de nuevo se estiraba en el suelo.

Salía del cuarto sin mirar atrás, las mantas revueltas y la ropa por los suelos poco le importaban aunque a veces olisqueara la ropa interior alejando velozmente su nariz en el primer intento y regresando con cautela para darle una segunda oportunidad.

Ya en el pasillo, dirigía sus pasos con firmeza al balcón, la terraza, la puerta y cada una de las ventanas en un ritual diario tal vez inútil puesto que esa ronda cerciorándose de que todo estuviera cerrado tendría más sentido hacerla antes del sueño y no después. Se lavaba la cara con una mano tres o cuatro veces hasta que sintiera sus ojos perfectamente abiertos y entonces se enfrentaba abiertamente a la luz que atravesaba las ventanas.

En ocasiones, a la ronda le precedía una descarga del orín nocturno tras la cual jamás se lavaba las manos, otras veces, sin embargo, la dirección que tomaban sus pasos era la del desayuno: un tazón de cereales y un vaso de agua componían el frugal festín que nunca se terminaba, dejando siempre una parte para hacer un alto en la jornada, a eso de las 11:30.
 
Si no había nadie más despierto, regresaba al cuarto y con su alegre ronroneo me acercaba los bigotes a la cara hasta que me hacía cosquillas y no me quedaba más remedio que susurrar a medio sueño un gruñido ininteligible y un ¡quita gato!

lunes, 13 de abril de 2020

Escritos I

Ayer me propuse escribir un poco cada día y a falta de libreta, bueno es este cuaderno telemático.

Es curioso que ayer, en medio de la naturaleza (bien entendida), el piar constante y armonioso de los pajaritos me animaba a la escritura mientras hoy, releyendo la última publicación de este blog (del lejano 2016) me inspira la alquitranada respiración de la ciudad, de otra naturaleza.

Entonaba entonces con mis afinadas cuerdas vocales un réquiem por el teléfono móvil (uno más) que era y es símbolo aún hoy de la ubicuidad en la que frenéticamente pastamos. Ayer disfrutaba lejos de ese práctico cacharro de una relajada meditación bañado por el sol de primavera, que aprieta pero no ahoga.

En estos años la transición ha sido/es (y posiblemente será) de lo urbano a lo rural. Lenta, incompleta, paradójica, intermitente.

Lenta como el pasar de las horas contemplando la hierba de los campos mecida por el viento, en una de esas estampas nostálgicas de una época que jamás vivimos y que tanto nos gusta leer calmadamente sobre nuestros sofás bajo una lámpara de intensidad regulable, pero no tanto vivir con la constante visita de los mosquitos a nuestros flojuchos brazos de oficinista bajo un sol intermitente que les ilumina sus mordiscos más apetitosos.

Incompleta como cada proceso vital que no se sabe muy bien cómo ni cuándo ni dónde empieza y al que por lo tanto raramente se le puede vislumbrar un final cualquiera, aunque no sea feliz. Aunque hilando se pueden encontrar sus orígenes en la búsqueda de algo diferente que lo mismo te lleva a aprender francés en Bruselas que a reinventarte como marketing strategist en Baños de Montemayor, a conocer mil y un detalles sobre el anarquismo español en los archivos de la Resistencia Italiana o a preparar conservas de tomate frito y mermelada con la sombra mohosa del botulismo como inseparable compañera.

Paradójica como venir al campo a trabajar con el ordenador, gastar más dinero en gasolina que nunca pretendiendo ser más ecológico, aprenderlo todo sobre plantar hortalizas a través de videos de internet o descubrir influencers de la vida retirada que publican en instagram sus trucos para reutilizar, reducir, reciclar, revisar, reponer y hasta reescribir la historia ancestral de tantas vidas unidas al campo en la satisfacción y en el sacrificio.

Intermitente, no por falta de ganas, sí para mantener el vínculo. A fin de cuentas, tal vez el desarraigo se sufra igual en la ciudad aunque el hormigón espeso no nos deje en apariencia echar raíces. Trasplantar, ahora lo sé, requiere de muchos cuidados iniciales pues el cambio de la tierra y las condiciones atmosféricas es un momento crítico para el arraigo. Tras ello, quizá, las hojas, flores y frutos broten cada año con la naturalidad con la que este teclado, también intermitente, hace brotar estas palabras.

Mañana más.