viernes, 29 de enero de 2021

Comentarios - El Pentateuco de Isaac

Aunque he comenzado por La leyenda del Santo Bebedor, el primer libro que me leí este 2021 fue el de Angel Wagenstein, regalo de mi tía, gran apasionada de los escritores judíos y de las historias relacionadas con el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.

Este Pentateuco me lo recomendó especialmente por el tono humorístico, que me recuerda un poco la película  "La vida es bella", aunque es humor judío, como bien dice el autor, agradeciendo a quienes se han ocupado de recopilar chistes y tradiciones judías. Es difícil de primeras porque los chistes se enredan en la historia, pero una vez despega, su lectura es adictiva y ligera (en el mejor de los sentidos).

Tras leerlo, cuando ya creía que el libro pasaba a formar parte del cementerio que cada cual guardamos en un estante con el pretencioso nombre de biblioteca, me sorprendió su vivísimo recuerdo. Durante la lectura del "Santo Bebedor" me daba cuenta de la coincidencia de espacios y personajes relevantes que guarda el Pentateuco con la figura de Joseph Roth, y que son al menos estos: 

- Isaac, el protagonista del Pentateuco nace en Galitzia igual que Roth y también cuando el territorio era Austrohúngaro.

- Su tío Jaimle se ocupa de su "madurez" igual que el tío de Roth lo hizo con él.

- Isaac recorre diferentes ciudades resaltando especialmente Leópolis (donde estudió Roth) y Viena (en donde los terminó el novelista y adonde escaparía del régimen nazi antes de recalar en París).

- Sin entrar en detalles del libro, parece que la experiencia en la Primera Guerra Mundial que nos narra Isaac es similar a la que tuvo Roth, es decir, ninguna.

Y aquí lo dejaremos por no seguir destripando el libro. En fin y como resumen, creo que Angel Wagenstein, que no es contemporáneo, pues nació en Bulgaria en 1922 y que se ha dedicado al cine más que a la novela, rinde homenaje a Roth tomando algunos elementos de su vida para incorporarlos a la historia de Isaac Jacob Blumefeld (pero es solo una teoría).

Otra reflexión paralela a la lectura es cómo la narración en tercera persona de Roth está directamente conectada con su experiencia vital y el yo narrador de Wagenstein se distancia del yo autor, como si de nuevo ambos libros estuvieran conectados o me empeñara yo en conectarlos (sin olvidar tampoco que ambos son judíos, al menos de nacimiento).

De la novela, que se divide en cinco libros destaca por supuesto el humor judío, pero también la barbarie reconcentrada de la primera mitad larga del siglo XX (pues pasa de la Primera Guerra Mundial al gulag siberiano deteniéndose por dos libros en la Segunda). Casi uno siente vergüenza de reírse al tiempo que reconoce como dice el autor que "su tribu convirtió la risa en una coraza protectora, en una fuente de ánimo y de confianza".

Por incorporar una reflexión sobre la masculinidad representada en este y el anterior, tiene una parte violenta muy desarrollada, así como la parte protectora y proveedora del patriarca. Ven sus personajes a las mujeres como "femme fatale" o redentora en el caso del Bebedor y como ídolo al que adorar (y traicionar cuando la necesidad carnal tan masculina lo pida) en el caso de Isaac.

Volviendo a la novela y para terminar el comentario, en relación con la risa y la coraza, transcribo un párrafo en el que se observa cómo la imagen se coloca por delante de la verdad, sin saber bien si se trata de un mecanismo de defensa o del ímpetu del ego. Un pasaje sobre el regreso del protagonista tras su participación en la Primera Guerra Mundial:

"No es que la vanidad me impidiera contar toda la verdad tal coomo era: gris y transparente (mucho más habiendo otro testigo, el rabí Bendavid), sino que no quería derribar el invisible monumento heroico que me habían edificado mis dulces padres."

sábado, 23 de enero de 2021

Comentarios - La Leyenda del Santo Bebedor

Por recomendación de mi tío he acabado leyendo este relato de Joseph Roth. Leer no es el verbo que le haga más justicia, porque lo he devorado, incluso, si no fuera abstemio, diría que me he emborrachado de él. Apenas en una tarde.

Me descolocó el prólogo de Carlos Barral, en el que se me cataloga de poco fiable por no ser bebedor. Junto al descoloque, además, está la curiosa sensación de haber vivido este desprecio o crítica en otras etapas de mi vida y los recuerdos que ese prólogo me trajo, ni dulces ni amargos, solo pasados.

Con todo, comencé la lectura sin mucho prejuicio ni expectativa. Pero antes, comentemos algunas cosas sobre Joseph Roth que nos ofrece gentilmente la wikipedia: Nació en Brody, en la región de Galitzia, por entonces dentro del Imperio Austrohúngaro, cerca de la frontera con la Rusia zarista. Hoy esta región se divide entre Polonia y Ucrania. Su familia era judía. Su madre, Maria Grübel, era hija de un comerciante; su padre, Nachum Roth, abandonó a la familia al año y medio de casarse, antes de nacer Joseph. Roth y su madre vivieron de la ayuda de sus parientes maternos, a cargo, sobre todo, de su tío Siegmund Grübel, que posteriormente sería el modelo para Bloomfield, personaje de su novela Hotel Savoy

Con este interesante arranque se desarrolla la vida trágica de uno de los novelistas judíos más reconocidos de la primera mitad del siglo XX, aunque dejara de ser judío para convertirse al catolicismo en los últimos años de su vida. Exiliado desde que los nazis llegaran al poder en Alemania, acabó instalado en París, donde se agravarían sus problemas de alcoholismo hasta acabar con él en 1939, con 45 años. Curiosamente La leyenda del Santo Bebedor trata de un vagabundo parisino con problemas de alcoholismo y fue escrita poco antes de morir Roth.

Me pareció de hecho muy autobiográfico el tono que utilizaba en párrafos como éste:

"Con la seguridad de la persona que sabe que lleva dinero en el bolsillo, pidió una absenta, y la bebió también con la seguridad de una persona que ya ha bebido muchas en su vida. Tomó un segundo y también un tercer vaso, pero cada vez echaba menos agua. Y cuando pidió el cuarto, ya no supo si había tomado dos, cinco o seis vasos. Y tampoco recordaba por qué había entrado en aquel café."

El estilo me recuerda un poco a las parábolas de la Biblia, un poco a las leyendas árabes en las que el honor o la palabra son protagonistas. No es un argumento extraordinariamente original y sin embargo encierra una gran verdad, la verdad del autor al que la muerte andaba persiguiendo en aquella época.

Tengo otra recomendación suya pendiente, Job, cuyas sensaciones espero también compartir por aquí.

viernes, 15 de enero de 2021

Sabiduría incierta

 

Mi mejor maestro se marchó el año pasado.

Yo, con apenas 20, asistía a sus clases en la universidad Carlos III de Madrid, una sucesión de edificios bajos y naranjas con suelos encerados y aulas pequeñas, salpicado de jardines minúsculos que se rebelaban contra el corte francés al que los sometían.

Antonio caminaba de acá para allá, atendiendo personas, teléfonos y recados. Jamás perdía la compostura ni la sonrisa, y tampoco se le despeinaban sus cada vez menos abundantes cabellos blancos. El traje gris y la camisa blanca, siempre sin corbata, solo en verano sin chaqueta acentuaban su aire intemporal, eterno, capaz de conjugar tradición y modernidad, pasado y presente, como se espera de cualquier profesor de historia.

Lo recuerdo una mañana, acariciando nuestras mentes con su voz calmada. Si hubiera querido, nos habría hipnotizado, como en esas películas distópicas que tanto se llevan ahora, y habría creado un ejército de zombis que conquistara el mundo con el poder de las humanidades entre los intersticios del sistema. Aquella mañana, a primera hora, hablaba con tono monocorde de la incertidumbre actual, agravada desde que dejamos de mirar al pasado, firme, estable y cierto. Explicaba que lo incierto no era el futuro, o más  bien, que esa no era la novedad, que la clave, sin embargo, estaba en… Justo en ese momento me dormí.

Me pasaba a menudo en las primeras clases, especialmente los viernes. Solía luchar contra ello garabateando en mi cuaderno apuntes ilegibles que no trataba de descifrar luego. Con Antonio no me podía resistir. Me arrellanaba sobre la porción de mesa que tenía enfrente y me ocultaba tras las espaldas de la gente de primera fila. Almohadillada la cabeza sobre mis brazos, dejaba que su arrullo me abrigase como una manta de lana sintética, fina y cálida.

A mi lado alguien se encargaba de despertarme si el muro se caía o desplazaba hasta descubrirme. Aquella mañana sentí un suave codazo y con lo que creí mucho aplomo, me incorporé. Agité el brazo en bucle sobre el papel para manifestar que estaba subrayando aquellas sabias palabras. No era capaz de alzar los ojos, aún protegidos de la luz por mis feroces párpados cerrados cuando escuché de nuevo la voz de Antonio:

-        No lo molestes, deja que duerma. Lo necesitará mucho más que esta clase – Y luego, dirigiéndose a mi atónita mirada, ya lúcida, insistió – No te preocupes, descansa.

Nunca quise saber cuál era esa palabra, ese concepto que perdí entre mis sueños. Nunca porque estaba claro que Antonio había logrado que lo comprendiese incluso en sueños. Como todos los grandes maestros me indujo a pensar en la incertidumbre y a asumirla como parte del reposo de los viernes. Una parte fundamental, toda vez que hoy, más de 15 años después, me despierta de la siesta para recordarme que está ahí, presente en el presente.

El coronavirus se lo llevó, maldito sea, el año pasado.

Desde entonces, por incierto que se anuncie el panorama, gracias a ti, Antonio, no lo vivo con congoja.

Nos vemos el próximo viernes.

A primera hora.

martes, 12 de enero de 2021

Bajo una capa de nieve

No se recordaba una nevada similar en los últimos 50 años. Gregorio apuraba el café y podía considerarse afortunado. El televisor de pantalla plana y dimensiones obscenas situado en el esquinazo de la barra continuaba con la triste letanía de accidentes de circulación y muertes por congelamiento que dejaba la borrasca. Huellas también, las que sus botas habían dejado sobre la acera blanca unas horas antes. Y sin embargo, pensó con la cabeza gacha entre los hombros, ni rastro de Leonor.

Como siempre.

Leonor era la procuradora titular en el juzgado. Con equilibrada precisión agilizaba los procedimientos y respetaba los horarios de trabajo, sin perdonar uno solo de sus derechos laborales. No era madre. Tampoco estaba casada ni con pareja estable. Solía decir todo esto seguido, en una retahíla ya monótona, para ahorrarse las preguntas incómodas sobre su vida privada que le hacían sus compañeros cada vez que anunciaba que ejercía su derecho al descanso.

Descanso. ¡Ja! Embutida en un pijama de franela con estampados de estrellas o tirada en el sofá con un libro o una película a medias, así se la imaginaba Gregorio los días en que le tocaba suplirla. Asuntos propios, le decían. Y rezongaba mientras se ataba los zapatos o se abotonaba la camisa, aún con el pelo revuelto y las marcas de la almohada en la mejilla. Sí, estaba seguro, no había nada peor que ser reserva, ya le pasaba en el equipo de fútbol del colegio y por ello pasó su infancia entre pulmonías.

De tanto chupar banquillo.

En el restaurante apenas dos mesas seguían ocupadas. Una pareja algo más joven que él, posiblemente a la espera de que la nieve gentil se detuviera para regresar a casa. La otra era de trabajo, seguro. Cuatro hombres trajeados intercambiaban papeles y cuchicheos entre sonidos agudos de la cubertería de batalla, de grasa y menú diario. Parecían algo mayores, aunque a Gregorio, desde que cumplió los 50 le resultaba imposible distinguirse de prejubilados o sesentones canosos.

Se quedó por unos instantes observando a los cuatro ejecutivos al tiempo que giraba distraídamente la cuchara entre el vacío de la taza de café para engañar a su adicto e hipertenso paladar. A veces también se relamía el bigote repartiendo así el aroma amargo de la lengua.

-Ahora tampoco correrá prisa, digo yo. El que hablaba era el más gordo de los cuatro, al que la apretada corbata le hacía más saltones los ojos. También era el que menos susurraba y de su tez enrojecida se podía intuir alguna copa de vino de más.

-Antonio, no hay que esperar a nada más. Mira por ejemplo la nevada de hoy ¿y si se acabara el mundo? Tú seguirías ahí diciendo que no hay prisa. Seguro que hasta le insistías al mundo para que se esperase tres o cuatro días más. Las risas corearon el comentario y se acompañaron de tragos y palmadas calurosas en la espalda. Tanto que la dueña se acercó a la mesa a pedir silencio. Pensó Gregorio que la dueña del restaurante, doña Lola, se parecía bastante a su maestra de párvulos y le entró frío.

No se recordaba una nevada similar en 50 años y aquella seguramente la vivió en párvulos, pensaba Gregorio. A falta de recuerdos, imaginaba que la maestra los conducía hasta el gimnasio, en el que todos los estudiantes aguardaban a que pasara el temporal entre colchonetas y mantas.

Pensó en los niños y niñas que estarían en clase, o en el comedor escolar ahora. En Leonor y en los demás clientes del restaurante. En doña Lola, la dueña, con su cara arrugada y sus manos curvas fuertes.

La televisión encendida continuaba con el parte meteorológico. Allí mismo, sobre la mesa y con el pico del cuchillo, grabó un abismo, el de esos cincuenta años pasados. Luego, incorporándose despacio con ayuda de las manos, se sacudió las migas de pan y se caló el sombrero, la bufanda y el abrigo.

No se recordaba una nevada similar, pero habían pasado 50 años.