martes, 29 de septiembre de 2020

La última batalla


Como cada mañana, Leo se acercó a la pila de platos sucios blandiendo la esponja con gesto amenazante. Desde que tenía 12 años y comenzó a colaborar en las tareas de la casa había creado historias para cada labor. Fregar era la Guerra de los Cien Años. Ante el desordenado ejército de platos, vasos, cubiertos y sartenes se erigía cual conde de Talbot, un escurridizo personaje de color verde que cabalgaba a lomos de su rasposo y absorbente corcel a la velocidad de la mano de Leo enfrentándose sin temor a las peores manchas de grasa, tomate reseco o bechamel que causaban estragos en la sumergida y espumeante población del lavabo.

Con la mirada clavada en cada objetivo, el gesto serio y el movimiento circular de sus brazos parecía que susurrara: “aquí tenéis vuestra medicina, malditas manchas, rendíos ahora que aún estáis a tiempo”. Una confiada sonrisa se asomaba después por las esquinas de sus labios mientras aclaraba la vajilla y la depositaba sana y salva en el escurridor metálico situado sobre su cabeza.

En mitad de la contienda, el dulce rumor de la victoria que producía el chorro de agua templada se vio alterado cuando un rebelde plato de postre de tono gris azulado escapó de sus manos y se precipitó al suelo rompiéndose en pedazos grandes y algunos añicos.

El ruido atravesó los oídos de Leo y lo devolvió a la realidad. Los ojos saltones parecían escapársele de su cara y de la sonrisa satisfecha que tenía hacía apenas unos segundos no quedaba más rastro que una permanente arruga en el moflete, justo en el hoyuelo izquierdo.

Cruzó el suelo ajedrezado de la cocina sobre la punta de los pies con pasos meditados, para evitar cortes, tal y como le había recordado la voz internalizada de su madre y se dirigió al cuarto de la limpieza para reunir las malheridas tropas y darles digna sepultura en el cubo de la basura. A medida que su cara lívida iba recuperando poco a poco el tono aceitunado y la escoba reunía parsimoniosamente el destrozo, los trozos de cerámica volvieron a la vida para exhalar revolcados en el suelo sus últimos agradecimientos ante su héroe. Este respondía con la mirada tranquila y una caricia al empujar la tapa gris de nuevo sobre el cubo.

Aunque había que lamentar pérdidas en la batalla, Leo gruñó cerrando los puños aún húmedos y entrechocándolos, cuando vio las gotas de agua deslizarse de los platos hacia la pila vacía y limpia. También hoy había vencido, esta vez a los espaguetis con chorizo y las croquetas de jamón de la cena con cuyo recuerdo ahora se pasaba la lengua por los labios, como si pudiera volver a saborearlos.

El timbre lo sacó de su éxtasis culinario y se estremeció un segundo antes de dirigirse a la puerta. Por el camino, se pasó la mano izquierda por la cara refrescando los calores que le habían subido a los ojos iluminándolos de rojo e incrementando la frecuencia de su parpadeo.

Abrió la puerta y observó frente a sí a un chico joven, no muy delgado con barba de tres días y una especie de pijama blanco que le tendía una mano blanda con un portapapeles y un bolígrafo atado por una cuerda de pita roñosa. Antes de que sus ojos se habituaran a la excesiva luz del rellano, el chico, con una voz atropellada que pugnaba por colarse entre los escasos huecos abiertos que le dejaba la boca perezosa, lo invitaba a firmar en la parte inferior de los documentos que traía pinzados.

Una sombra de tristeza cayó pesada sobre sus hombros en ese instante, y supo que aquella firma significaba la capitulación final. La guerra había concluido y se abría una nueva era en su hogar. Había llegado por fin el lavavajillas que compraron antes de que se decretara el confinamiento. José y Sara se alegrarían, pero él garabateaba un tembloroso autógrafo sobre la hoja con aire ausente. ¿Qué papel le quedaba en tiempos de paz a un héroe de guerra como él?

Tiró el bolígrafo contra el justificante de entrega y mientras rebotaba empujó fuertemente la puerta de la casa y giró sobre sus talones: “Ha llegado el lavavajillas” – anunció con voz ronca y la mirada perdida entre las pelusas del suelo – “he firmado el recibo pero tengo que ir al baño, atended al técnico, por favor”.

Solo ante el espejo pudo escuchar los ecos de alegría de Sara y José con la mano izquierda sobre el estómago, encogido por el peso del vacío. Los imaginaba agarrándose de la mano sudorosa, la mirada boba centrada en el nuevo cachivache, los mofletes hinchados para suspirar hondo… “¡Qué ridículo!”

Estaba apretando los dientes con la cabeza gacha cuando se fijó con detenimiento en los grifos plateados. No brillaban. Maldita cal. Tal vez, pensó frotándose las manos, después de la guerra de los Cien años, llegaba el turno de la Guerra de las Dos Rosas.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Sonríe

Seleccionado para publicación en el V Concurso Comarca de Cuencas Mineras

Marisa abrió la puerta de su habitación antes de colocarse la mascarilla sobre la boca.
Inspiró una última vez el aire cerrado de su cuarto y salió al pasillo. Sus finas zapatillas
deportivas blancas y azules se deslizaban silenciosas por el parquet. Cerró tras de sí la
puerta de la casa, se limpió las manos enguantadas con el gel hidroalcohólico que colgaba
junto al botón del ascensor y tras pulsarlo decidió tomar la escalera. Bajó los peldaños de
uno en uno, sin apoyarse en el pasamano metálico, con cuidado de que su equipo de
protección no se enganchara en el descenso.


El portal estaba abierto y tuvo el impulso de echar a correr y cruzar la puerta pero una fugaz
mirada a la videocámara que colgaba del techo la retuvo. Volvió a desinfectarse los guantes,
restregó la suela sobre la alfombrilla encharcada de lejía, situó la frente sobre sensor de
temperatura y esperó. Un pitido, contuvo la respiración, dos pitidos, expulsó el aire despacio
para no mover la mascarilla, tres pitidos, el sensor se elevó para cederle el paso.
 

- Su temperatura y sus constantes son adecuadas, puede salir. Recuerde que tiene 45
minutos. Gracias por su colaboración – recitó una voz metálica por el telefonillo.
 

De nada, pensó Marisa para sus adentros mientras sacaba la lengua por dentro del bozal.
Sabía que perdería 5 minutos de su paseo diario en renovarlo cuando detectaran el anormal
aumento de la humedad relativa pero le gustaba pensar en la protección de su libertad de
expresión, aunque fuese oculta bajo ese pañuelo azulado.
 

En la calle todo parecía muy normal. La gente desfilaba a tres metros de distancia, los
sensores de temperatura de cada cruce emitían su triple pitido en un canon infinito, las
tiendas y comercios inundaban sus escaparates de códigos QR...
 

De repente, un fogonazo de luz blanca salió de entre los cubos de la basura.
 

Automáticamente las personas a su alrededor comenzaron a retroceder y alejarse del
círculo de seguridad que se estaba generando sobre la acera. Marisa vio como la luz se acercaba a la
puntera blanca de sus zapatillas y comenzó a dar lentos pasos hacia atrás. Cuando alzó la
vista hacia los cubos observó a una mujer joven, quizá de su misma edad, con una
abundante cabellera rizada y la sonrisa más bonita que jamás hubiera visto. Posiblemente la
única. Se la devolvió quitándose la mascarilla mientras la luz inundaba su figura y el círculo de seguridad la absorbía.

viernes, 11 de septiembre de 2020

Kilo y yo

 Obra seleccionada en el I certamen de poesía y relato de Encinas Reales para su publicación en la antología Susurros del corazón.

Una vecina me había regalado un cachorrito de labrador apenas un mes antes del
confinamiento. Bueno, siendo honesto, más que regalar me lo había impuesto. Lo
sostenía entre sus manos con cuidado y no sé cómo lo balanceaba, pero hacía que sus
torpes patorras y su lengua húmeda conquistaran el corazón de cualquiera.
La vecina hablaba sin parar. Tenía el pelo largo y liso, de color castaño oscuro, la cara
redonda y los dos incisivos un poco más grandes que el resto de los dientes, lo que
convertía su sonrisa en magnética. Me enseñó en tiempo récord los principales secretos
del cuidado de mascotas y me invitó a volver a la asociación si necesitaba cualquier
ayuda para educarlo.
Yo se lo agradecí de corazón y me marché, no lo niego, con la sensación de haber caído
en la clásica trampa de la compañía telefónica. Pero tuve suerte con Kilo, era un
compañero de primera clase y ni siquiera en los primeros días llegó a destrozarme las
patas de los sofás. Reconozco que cambié de sitio algunas cosas para hacerle hueco a su
manta a los pies de mi cama y quité las alfombras antes de tiempo, así que podría decir
que el perro había cambiado mi vida.
No volví a la asociación, ni siquiera paseaba cerca de allí, ni tampoco me crucé con la
vecina en los tres o cuatro paseos diarios con Kilo. Pensaba que cualquiera por allí,
viendo su tranquila obediencia y cariñosa simpatía me pediría dinero (una contribución
para el trabajo voluntario de la asociación) o algo peor (vender las papeletas de la lotería
de Navidad con el donativo para pagar el veraneo del vecindario).
En los primeros días del estado de alarma pensé que había sido injusto con el barrio.
Ahora yo podía salir todos los días a la calle varias veces mientras el resto se quedaba
en sus casas. Creo que por esa vergüenza no me atrevía a salir a la ventana a las ocho de
la tarde. Escuchaba los aplausos a oscuras, incluso, si aún tenía carga en el teléfono, me
ponía los auriculares y cualquier música para evadirme.
Una tarde en la que pasaba el tiempo leyendo una novela, escuché la conversación de
dos vecinos del bloque de enfrente. Sus voces eran fuertes y su tono juvenil, pero
preocupado. Imaginaba con cierta superioridad que serían dos adolescentes comentando
el último escándalo en las redes sociales pero algo me hizo prestar atención:
- Fran, ¿te han llamado de la asociación? – decía la voz que parecía más joven.
- Todavía no, pero ayer parecía estable – respondía la otra voz, conciliadora.
Apoyé el libro sobre la mesa abierto boca abajo para no perder la página y me asomé a
la ventana. Para llevar casi 8 años viviendo en el barrio, no conocía a nadie, por lo que

no me sorprendió descubrir que las dos voces correspondían a dos señores de mediana
edad, uno de ellos bastante calvo que se mostraban visiblemente agitados.
- Perdonad, vecinos – dije yo levantando la persiana – no es que yo sea un cotilla,
pero en estos tiempos, ya se sabe – proseguí titubeando – os he escuchado hablar
y he supuesto que era sobre algún enfermo.
- Enferma – me respondió el más melenudo – se trata de Menchu, la secretaria de
la asociación. Cogió el virus la semana pasada y lleva más de cuatro días con
una fiebre muy alta que no le baja con nada. Por cierto, soy Fran ¿y tú?
Respondí con mi nombre y durante un rato tuvimos una breve charla junto a David, el
otro vecino, sobre cómo estaba siendo el confinamiento y demás historias, pero yo no
podía quitarme de la cabeza a la enferma y rápidamente retomé el hilo.
- Disculpadme, creo que no conozco a Menchu, no he ido mucho por la
asociación, ya sabéis, por los horarios de trabajo – mentí sin convicción -
¿podríais describirme cómo es?
- Es inconfundible – dijo David tomando la palabra rápidamente – tiene los ojos
castaños y el pelo liso
- Y la cara redonda y blanca – añadió Fran
- Y la mejor sonrisa del barrio – dijo una voz desde otra ventana
- Y te abraza con el corazón cada vez que te ve – gritó a lo lejos otra voz
Y así fueron asomando por las ventanas las cabezas de medio vecindario que agradecían
a Menchu su simpatía, su cercanía, su incansable trabajo para mejorar el barrio, la vez
que organizó la convivencia en el parque, cuando logró que cambiaran el pavimento de
la plaza...
Para entonces, ya no tenía ninguna duda de que era Menchu la mujer que me había
regalado a Kilo y me uní a los gritos de ánimo, a ella y su familia, que inundaban las
calles. Desde aquel día, Kilo y yo comenzamos a salir a aplaudir a los balcones y
tenemos claro que lo primero que haremos cuando vuelva la normalidad será visitar a
Menchu.