lunes, 26 de octubre de 2020

Rinotilexis

 

Muchas veces me he preguntado por qué lo hacemos y sigo sin encontrarle respuesta. El pasado jueves (y me parece curioso que estas cosas se nos ocurra pensarlas los jueves, pero así sucede y no lo puedo evitar) me decidí a compartir la pregunta con más gente e intentar ver la luz en sus respuestas. Sin presión, ya les dije que no pretendía hallar la Verdad, que dudaba mucho de que existiera, y que simplemente me interesaba saber sus opiniones y motivaciones.

Las respuestas fueron de lo más variopinto, mi madre me dijo que por amor, mi abuela que por superstición, la dueña del estanco, por placer. Había también quienes me aseguraban que si pudieran evitarlo, lo harían, pero la necesidad los empujaba. Pensé que sus motivos habían sido los míos, tal vez en algún momento, pero que ya no me parecía suficiente.

Ni siquiera me parecía saludable permanecer atado a esta tarea inevitable que a ratos se me antojaba como una verdadera pesadilla de la que esperaba despertar en un mundo nuevo, más verde, más puro, más limpio, en el que todo el mundo viajara en bicicleta, las siete maravillas del mundo estuvieran al alcance de nuestra mano y la sed de conocimiento se saciara con un fresco vaso de agua. Y de paso, que aquello tuviera una respuesta científica irrefutable aceptada por la comunidad, incluso que se premiara su investigación y resultado.

Cuanto más pensaba en ese mundo, más me sorprendía lo real y posible que era, así que comencé a sugerirlo a diestra y siniestra, confiando en la respuesta positiva que mi utopía obtendría sin duda.

A pesar del inicial recibimiento de mi alocada idea, el entusiasmo se desinflaba como un ruidoso globo de aire sin nudo cuando les decía: "Y por fin, existirá una razón científica para explicar la rinotilexis". 

Desgraciadamente, al aclararles que la rinotilexis es el hábito de meterse el dedo en la nariz, la cosa se ponía todavía peor así que sorbí todas mis ideas en una gran inspiración y apreté los dedos para que no salieran.

martes, 6 de octubre de 2020

El viaje

 

Sentada sobre la escalera del porche, Lara recordó su primera visita al pueblo, el lejano verano de 2020. Parecía como si ninguno de los treinta años que llevaban allí hubiera sucedido. Era todo igual. La casa no, naturalmente. La habían reformado por completo antes de la mudanza, pero el resto permanecía inmutable.

En esa primera visita respiró por primera vez el olor del campo en primavera, con el penetrante abono estableciendo las primeras barreras a sus narices de ciudad, el verde eléctrico de la hierba fresca, la sombra húmeda de los frondosos bosques de castaño y roble, la paz calmada en el trino alegre de las abubillas…  

Recordaba perfectamente como todas esas sensaciones eran justo las que buscaban cuando decidieron abandonar la ciudad después de aquella grave pandemia en la que perdió a sus padres y que le hizo darse cuenta de las incomodidades de la ciudad.A su madre le encantaba contarle historias de su infancia en el pueblo casi indicándole el camino de regreso a su origen, abandonado cuando al abuelo le ofrecieron trabajo de albañil en unas promociones nuevas de pisos modernos en el cinturón sur de la capital. Por aquel entonces, Lara apenas escuchaba las historias de su madre, ocupada en vivir al límite y chillarle a la vida su presencia con ropas fosforescentes y ritmos frenéticos.

Ahora miraba con frialdad aquella época de su vida y los escalofríos llegaban a la escalera marrón invitándola a volver a su casa, la real. Cuando llegó por primera vez al pueblo, recordaba, las gentes no paraban de repetirle lo felices que eran sabiendo que alguien más estaría por allí los fines de semana y las vacaciones.

Treinta años después era ella la que se alegraba de ver a alguien, de vez en cuando, visitar las casas de los alrededores pensando en una segunda residencia o un negocio de turismo rural. Al menos, pensaba, daría algo de vida al pueblo. Y sentía aflorar las lágrimas blancas sobre su tez morena.

No podía comprender cómo la “normalidad” había seguido su camino después de la pandemia, con todas las conversaciones que tuvo en sus círculos de amistades sobre cambiar de vida y regresar al campo para conectar con la tierra. Por más que buscara, no hallaba explicación alguna.

Creía recordar buenas palabras y propósitos de año nuevo de mucha gente, pero a la hora de la verdad nadie había pasado, como suele decirse, de las palabras a los hechos. Pero no le importaba demasiado, concluyó. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo para creer que me harían caso? Ni siquiera tengo cuentas en las redes sociales, ni protagonizo series distópicas de ninguna plataforma de entretenimiento.

Sabía dónde estaba. Sabía que llevaba 30 años viviendo en un pueblo y que no podía pensar en la gris pátina de asfalto y polución que envolvía las ciudades, por muy cómodo que fuera tener calefacción central y servicio de comida a domicilio. Ella se quedaba con el sudor en verano, el frío en invierno, las lluvias en otoño y el sol en primavera. Y con ese porche y esa escalera en la que podía sentarse un rato en silencio a recordar, lleno de azules y blancos y verdes el horizonte.