D. no se llamaba así porque fuera detallista, más
al contrario, solía distraer su atención a la hora de los remates. Por ejemplo,
se vestía, eso sí, y no olvidaba ninguna prenda, pero elegía sin quererlo
aquellos pantalones de pana color beige con un cerco de vino a la altura de la
rodilla izquierda, o la camisa de rayas agujereada por el tabaco que consumía
por las noches, o las sandalias cangrejeras impolutas que no combinaban con las
demás prendas. Con semejante atuendo, y una capa o sombrero en caso de lluvia,
se hacía a la calle.
Cualquiera podría pensar en D. como en un
pobretón (o pobretona, que en la descripción no hemos determinado su sexo) de
escasos recursos y formación limitada pero de nuestro imaginario brota al mismo
tiempo un sinfín de personas sabias (hombres seguramente, vaya usted a saber
por qué) que son descuidadas o desaliñadas, o desordenadas al tiempo que
geniales.
Evidentemente, D. entraba en ese panteón de
sabios (y alguna sabia) y tenía reservado un lugar preferente, cercano a AC, un
travieso jovenzuelo de sonrisa cautivadora y lengua descarada que cuidaba de su lozanía tanto
como le era posible y guardaba un parentesco no muy lejano con
nuestra protagonista
Tras seis días desaparecida, D. regresó a su casa
con más arrugas que de costumbre, tanto en la ropa como en su avejentado cuerpo
de sabia. Traía también pocas ganas de hablar. AC, que había permanecido ocioso
durante todo ese tiempo, la interceptó con un entusiasmo desmesurado:
– Pero ¡qué alegría verte! –le espetó alargando
su mano derecha hasta la de ella y sacudiéndola repetidamente como se agita la
palanca de una máquina tragaperras–. Supongo que habrás viajado muy lejos en
estos seis días. Cuéntame, por favor, con todo detalle en qué has ocupado tu
valioso tiempo.
La pegajosa mano ya envolvía las estrechas y
cansadas espaldas de D., que suspiró y se acomodó en el banco de madera que
gobernaba la calle. El desinterés por cuanto le rodeaba sorprendió al joven,
que holgazaneaba orgulloso por el barrio a todas horas y ya estaba asomándole
un reproche a los labios cuando la sabia fijó su mirada en él y comenzó a
hablar:
– He tenido unos días muy intensos, me dediqué a
crear el Mundo, yo creo que ya es hora de descansar. Y no es por presumir, pero
creo que me ha quedado muy bonito –aquí D. apartó la mirada y frunció el ceño–,
con su Luz y sus Aguas, sus Vientos y sus Montañas, sus seres vivos… Muy bonito
el Mundo, sí.
– Vaya, vaya… así que creando el Mundo –el breve
soliloquio encontró al efebo frotándose las manos con insistencia–. Y ¿no te
has dejado nada por hacer? ¿Quieres que le eche un vistazo? Bien conozco tus
carencias y podría incluso mejorarlo si me lo permites.
– Ni se te ocurra acercarte al Mundo –respondió D.
con voz grave, la mirada fija en los baldosines de la acera–. Está bien como
está y no necesita nada más. Es una obra de arte y quiero que la autoría sea
toda mía. Llámame egoísta, o ególatra si quieres, o egocéntrico. Lo que
quieras, pero el Mundo es mío.
En vista de su fracaso y aprovechando el descanso
de D., el joven tramposo se dejó caer por el Mundo a hurtadillas para tomar
nota de sus fisuras. Allá donde veía un prado, sembraba malas hierbas, en las
montañas practicaba pequeños agujeros que permitieran salir al magma del
interior, en los mares y océanos agitó las aguas creando temibles mareas y
entre los seres vivos plantó el rojo fruto de la violencia. En apenas
veinticuatro horas había logrado completar el Mundo a su antojo.
No del todo satisfecho, se dirigió a casa de D
con pasitos cortos y alegres, culeando cuanto su espinazo le permitía y al
llegar declamó ante su ventana con patetismo:
– ¡Oh, Señora, de alta gracia y sabiduría!
Escucha las humildes súplicas de tu fiel servidor. En ellas hallarás con gran
presteza el paso postrero hacia la eterna gloria. Sal pues, y asoma tu noble
cuerpo a la ventana que AC tiene grandes noticias para ti.
– Mira que eres rimbombante –contestó D. apática–.
Suéltalo cuanto antes y lárgate ya, que es domingo.
– Te falta la Literatura –y se cruzó de brazos.
D. estaba apoyada sobre el herrumbroso balcón, de
no haber sido así se habría precipitado al suelo desde aquellos veinte metros
de altura que separaban su tercer piso del asfalto. El maldito AC tenía razón,
había olvidado la Literatura. Quiso aparentar desprecio.
– Bah, y ¿de qué me serviría la Literatura en el
Mundo? Si ya es perfecto como es, ¿quién va a querer contar historias, con o
sin moraleja?
– Tú –contestó malicioso–. Querrás que se cuente
tu historia, ¿no es así? La fabulosa historia de D. que hizo el mundo en seis
días. Y para ello te hará falta la literatura, porque una crónica no recogería
el heroísmo que tu gesta merece.
– Está bien –concedió D. algo irritada y con los
pómulos encarnados–. Pero de eso te ocupas tú. Yo no pienso volver al Mundo. Ah
–dijo alzando el dedo índice y sonriéndose–, y nada de manzanas, odio las manzanas.
El ardoroso joven asintió enigmático y se
despidió del vecindario:
– Señoras y señores, me voy al Infierno, no tengo
nada más que hacer aquí y D. no me va a aceptar cuando vea cómo ha quedado el
Mundo.
Y con una ceremoniosa reverencia partió.
Poco ha cambiado el barrio tras su marcha, aunque dicen en el vecindario que un par de meses atrás, D. preguntó a su hijo si le apetecería conocer el Mundo.