miércoles, 24 de junio de 2020

Confinada

Soñaba desde siempre con ser una novela.

Cada día observaba con envidia la atención que recibían las obras clásicas  de bolsillo de tapa negra con una imagen enmarcada en la portada que lucían en las estanterías de la biblioteca. Suspiraba por ser manoseada por todos esos dedos curiosos, ávidos de descripciones, personajes, viajes e historias.

También le gustaba pensar que sería un libro de poemas, de esos que abres al azar por una página cualquiera y el verso huele a campo mojado y se te pega al alma de por vida. O pertenecer al caprichoso grupo de las novedades, que tenía su estante preferente justo a la entrada, rodeada cada obra de un amplio espacio blanco sobre el que resaltaba la portada.

Pero su verdadero sueño era acabar en la mochila llena de papeles arrugados y bolígrafos sin capucha de aquella estudiante de cabellos rubio oscuro que de martes a viernes se sentaba en la cabina de estudio. Acompañar sus paseos de camino al instituto con un suave balanceo, escuchar entre cuadernos las lecciones de química e historia y descansar apilada sobre la mesita de noche, junto a su diario y otras novelas.

No era muy original. Al fin y al cabo, salir de la biblioteca era el sueño de toda silla.

Nuevo y normal

Cuando comenzó la cuarentena, Jaime pensó que no volvería a ver a sus seres queridos. Hacía pocos meses que vivía en Estados Unidos y el trabajo en el laboratorio era un sueño cumplido. Con sus ojillos saltones, su cuerpo huesudo de caminar calmado y las prematuras entradas de su frente se había ganado la cercanía y el respeto de sus colegas, que lo consideraban más un venerable anciano de la tribu que un prometedor físico de apenas 30 años.

Durante las primeras semanas de confinamiento pasaba al menos dos horas diarias hablando por videoconferencia con sus diferentes grupos de amigos y amigas. Tomaban el vermú online o las cervezas virtuales y llamaban al collage de dormitorios y salones que formaba el arcoíris de la pantalla El bar de abajo.

Jaime esperaba cada videoconferencia con la ilusión de un niño que retuerce un papel de burbujas y durante los minutos previos corría de acá para allá con pasitos cortos mientras colocaba los cojines, barría el suelo y colgaba alguna tela roja o marrón en la pared para cubrir la humedad y los dos grandes desconchones que había dejado en el muro.

Durante la conexión hablaba muy atropelladamente moviendo la cabeza a los lados y cambiando de postura cada pocos minutos. Comenzaba sentado y erguido pero poco a poco iba acercándose al cristal del ordenador, encorvando su columna y subiendo los pies a la silla, hasta hacerse una bola de nieve. Después de colgar tardaba unos minutos en volver a caminar a causa de los calambres y hormigueos que sentía en las piernas y los brazos.

Tras el primer mes y medio, le sucedió algo que aparentemente no tenía importancia: sus amigos no pudieron quedar a tomar las cañas del sábado. Jaime sintió sobre los hombros un peso hondo, que lo empequeñeció aún más sobre el sofá y se quedó allí muy quieto, con los ojos cerrados, como si todo hubiera acabado. El gato, si lo tuviera, no habría sido capaz de encogerse de esa manera.

Tras un instante, que bien pudo durar varios días, se levantó con un brillo intenso en sus ojos verdes. Retiró ceremoniosamente la mesita baja del salón y a grandes y pausadas zancadas desempolvó la esterilla de acampada que utilizaba para hacer ejercicios de pilates y yoga después de la lesión de rodilla.

Sentado, con las piernas dobladas y cruzadas una sobre la otra mantuvo los ojos cerrados y dejó a la respiración vaciar su mente. Con el primer suspiro salieron todas las pantallas y sintió su espalda estirarse y crecer cuatro o cinco centímetros. Ahora, apenas visualizaba una luz blanca que lo llenaba todo. Se sentía ligero. Cada movimiento era lento y consciente. Tenía ganas de rascarse la nariz pero no lo hizo frenéticamente con los cinco dedos de la mano ruidosamente desbocados sobre su piel. Acercó la yema del índice hasta el bigote y acarició suavemente el borde de los dos agujeros.

Después del masaje se levantó con calma, recogió los bártulos con cuidado y se sirvió un vaso de agua fresca. Mientras bebía, notó que el sol se filtraba a través de las cortinas y le entraron unas ganas enormes de salir a pasear. Tomó la chaqueta, las llaves, la mascarilla y el gel hidroalcohólico antes de cerrar la puerta y salió a disfrutar de la nueva normalidad esa de la que hablaban.

Puede que no llegara a ver nunca más a sus seres queridos, la situación en Estados Unidos era trágica y el laboratorio estaba sufriendo recortes de personal y suministros. Ahora lo entendía. Había necesitado algunos meses para aceptarlo, pero había merecido la pena. Con una amplia sonrisa en los labios y un rayo de sol calentando su cara se dijo: Ni es nueva, ni es normal.

Y caminó calle abajo hasta que dejó de ver las sombras de los edificios reflejándose contra la acera.

miércoles, 17 de junio de 2020

En un rincón de la memoria

¿Quién llamará a estas horas? La verdad es que no me explico a la gente, si lo han dicho muy clarito en la televisión, hasta salió el Rey, porque claro, es una situación terrible. Pero qué agradable es el Rey, la verdad, y qué cercano, porque vino aquí, puerta por puerta llamando a todo el mundo para decirnos que nos quedáramos en nuestras casas, que era muy importante y que él era el primero que no pensaba moverse, bueno, ni él ni sus hijas, que se quedaban en casa y que era lo mejor. Es que las lluvias de estos días no son normales, había hasta coches arrastrados por el agua y flotando en las carreteras… chiiiiiu”.

No ha llamado nadie a la puerta. En la casa azul con la puerta marrón, el número 53 de la urbanización, llevan más de dos meses sin salir de casa apenas, y sin recibir visita, pero Angustias tiene una enfermedad que le ha dañado su memoria a corto plazo y además, confunde la realidad y la ficción. 

Madre, no hay ni puerta ni lluvia ni Rey que valga. Se ha quedado usted dormida y seguramente se haya meado encima. Venga, levántese y vamos al baño a ver si tiene remedio, aunque a estas alturas ya poco vamos a hacer, que yo no sé qué manía le ha dado ahora con dormirse antes de la hora de comer que de siempre ha sido su peor momento porque hace la digestión del desayuno y se le suelta la tripa  que hay que ver cómo deja el ambiente, perfumado natural de verdad.

No es fácil para su hija Lola convivir con sus cambios de humor repentinos, sus madrugones sorpresa o las mañanas en que parece que no va a salir de la cama nunca. Sin embargo, otros días, aquellos en los que amanece dicharachera y chistosa, reconoce su nombre y le cuenta historias cien mil veces repetidas de su infancia, Lola cree que todo pasará, como este virus. Y sueña que vuelve a ser la mujer alegre de abrazo cálido y sonrisa amplia que estuvo presente en cada uno de los pequeños pasos de su vida: la función de fin de curso del colegio, la final del campeonato de baloncesto femenino, la graduación, la boda, el bautizo de su hija Rosario… 

Mamá, la abuela ha dejado la cama hecha ¿qué te parece? Yo no sé si con esto de la cuarentena está recuperando algo, que sería normal, claro, como nos dijo el geriatra que lo que mejor le viene son las situaciones estables y sin muchos cambios, ahora que nadie se mueve ni sale ni entra en casa, ni hacemos mucho más que recoger y de vez en cuando mover un poco un sillón o una mesita, pues supongo que ella tan contenta empieza a encontrarle un sentido a todo esto, ¿crees que me reconocerá?

A Lola y Rosario les envuelve el miedo a que esos recuerdos se pierdan, por eso los atesoran en un rincón de la memoria, cada cual de la suya, y aprovechan cualquier rato de lucidez para martillear su cabeza con preguntas suspiradas que se convierten en alivio sonriente cuando Angustias asiente mecánicamente con infinita paciencia y las despide con una gran sonrisa dibujada en el corazón. 

Aunque su cuarentena sea permanente y esté confinada en casa o en una residencia, sigue siendo la misma mujer fuerte que sacó adelante a siete hijos ella sola cuando su marido murió prematuramente. Seguramente por eso aún le exigen demasiado a sus brazos, antes fuertes de sostener su peso y ahora temblorosos cada vez que se agarra a una barandilla.

- Abuela, ¿te acuerdas aquel verano en Estella que aprendí contigo a montar en bicicleta?

- Claro Lola, hija, como no me voy a acordar de Estella, si allí nacieron mis padres.

- Abuela, soy Rosario, tu nieta

- Madre, Lola soy yo. ¿No me reconoce?

- ¡Calla, tú! Que estoy hablando con mi hija.

- Venga, da lo mismo. ¿Tomamos el aperitivo?

O quizá sea pura distracción, un punto de fuga que despiste a sus ojos, para no mirar a la enfermedad de frente y aceptarla con serenidad, con la  misma serenidad con la que Angustias se abraza a sus recuerdos repetidos cada día, en paz desde hace mucho tiempo con la vida y con la muerte. 

Lola y Rosario persisten, y confían en que un día sonará la puerta de verdad, no el ruido falso de alguna serie de televisión, y Angustias preguntará quién diablos llama a estas horas, y será el Rey con su familia, y ella los saludará como si fueran amigos de siempre y les invitará a tomar un café mientras les cuenta que el Rey ha salido en la tele a causa de las fuertes lluvias para pedirles que se queden en sus casas. Y sonríen nerviosamente, sin saber cuándo volverán a la esquina doblada de sus ojos las lágrimas de impotencia.

Mientras, doña Angustias, silenciosa, continúa enseñándonos, escuchemos o no, a mirar hacia adelante y convivir con los olvidos y los recuerdos.

sábado, 13 de junio de 2020

La piel de la canela

- Hacemos un buen tándem – me dijo levantando la cabeza mientras espolvoreaba canela sobre el zócalo de la entrada.


Yo me levanté del asiento en un salto y la vi de rodillas sobre el recibidor con la mirada fija en el escalón de piedra de la entrada y el gesto mecánico del brazo que agitaba el bote. Esperaba torpemente más detalles, las manos en los bolsillos y los ojos en blanco, sin saber muy bien si preguntar. Por suerte la radio nos interrumpió con una versión moderna de Piel canela, muy apropiada para este romanticismo espontáneo. Salí del ensimismamiento y me dirigí saltando al aparato para subir el volumen y ella se incorporó riendo a mis desacompasados movimientos de cadera y brazos. Nos pusimos a bailar. La montaña soleada nos observaba cómplice desde la ventana.

Tras muchas investigaciones habíamos logrado mantener en cuarentena a moscas, hormigas y babosas con métodos naturales. Siempre que completábamos la misión nos hacíamos la misma broma. 

- ¡Qué curioso que en los tiempos de confinamiento, la cuarentena de los animales consista en encerrarlos al aire libre! - Siempre a la vez, siempre las mismas palabras y las mismas muecas, el ceño fruncido primero, la sonrisa leve después y la carcajada final casi coreografiada que terminaba en abrazo.

Nos organizábamos igual que detectives, sin gabardina beige ni lupa, en torno a un plan. Identificábamos con ayuda de internet los insectos que encontrábamos y nos dividíamos como en las películas de miedo, buscando en dos direcciones, por un lado, su hogar dentro del nuestro, por el otro, los remedios no agresivos para invitarlos a salir y formar sus urbanizaciones a la distancia reglamentaria, que tal vez sea más de un metro y medio.

Por cierto, la canela funciona muy bien con las hormigas. Allá donde veíamos una aglomeración nos acercábamos en silencio, con un bote en la mano y el dedo índice de la otra sobre los labios. Perseguíamos con la mirada la procesión negra hasta encontrar su escondrijo y espolvoreábamos sobre él una gran cantidad de polvo anaranjado hasta cubrirlo. Luego, nos precipitábamos con entusiasmo infantil afuera y acercábamos las narices a la piedra como los perros para comprobar que los insectos seguían con vida y ahora buscaban proseguir su pacífica marcha en la calle.

A la hora del aperitivo, siguiendo con las costumbres que instauramos en la primera semana de nuevos hábitos y cambios de rutina, llegaba el turno de la filosofía, después de todo estrenábamos neorruralidad. Nos preguntábamos cómo habíamos llegado a ser tan favorables a las normas y qué había cambiado para que las defendiéramos casi a gritos desde los balcones. Casi siempre nos regalábamos flores para nuestros oídos con tópicos ligeros sobre los cambios de perfume que trae cada primavera, casi escapando a nuestras propias preguntas, a nuestra propia responsabilidad en ello.

Después del baile, con la mirada distraída sobre las hojas verdes de la albahaca fresca que resurgían tras los últimos fríos y un gesto falsamente relajado, le pregunté a qué se refería con aquello del buen tándem. Por dentro se me aceleraba la respiración, casi traicionándome la voz, pues esperaba comprender de ella cuál era mi lugar en el mundo. 

- Pues, no me acuerdo, con lo del baile he perdido el hilo – me respondió risueña con un breve encogimiento de hombros.

Recorrimos juntas los últimos minutos hasta llegar al principio de la historia. Por el camino, a cada frase que iniciábamos una de las dos, la subordinada que la completaba llegaba de la otra parte. 

- Quizá por eso hacemos un buen tándem, porque recordamos los detalles que la otra olvida – dije yo con un hilo de voz y un excesivo tono de pregunta.
- ¿Crees que los insectos podrían volver a casa? – me respondió paciente, mientras dirigía su mirada al pavimento bronceado de la puerta.
- Tienes razón - respondí con un suspiro de alivio. Echaremos más canela.
 

jueves, 4 de junio de 2020

Jugar a la comba

Desde la ventana del dormitorio, veo el parque. Hace varios meses que nadie pasa por allí y la entrada está ahora llena de hierbajos que casi cubren la cinta roja y blanca que bloquea el acceso. Antes de la cuarentena nunca me fijaba en sus muros de piedra mohosa y ahora me paso las horas muertas con los mofletes apoyados entre mis manos abiertas, sin quitarle ojo a la entrada. A veces creo que sabría decir el día exacto, hora, minuto y segundo en el que floreció cada una de las margaritas de la verja oxidada del lado izquierdo.

Mientras escribo estas líneas el viento recorre las hojas de los árboles, acariciándolas en lo más parecido a un abrazo entre dos desconocidos que veo desde el pasado mes de marzo. Me distraigo un rato pensando en los abrazos, pero una mancha en movimiento me llama la atención. No puede ser. O más bien, no me lo puedo creer.

Una niña morena, tendrá ocho o diez años, con un jersey rojo y una comba se acerca a la entrada del parque. Camina con decisión, pero al llegar junto al precinto la veo girarse en todas las direcciones, con mirada persistente y la mano derecha sobre la frente a modo de visera. Se asegura de que no hay nadie en los alrededores y eso solo puede significar que va a colarse en el parque.

El pulso se me acelera y me tiemblan las manos al escribir. Sin mirarme al espejo, sé que estoy sonriendo bobamente y deseo con todas mis fuerzas verla cruzar el parque y ponerse a jugar a la comba allí dentro. De repente soy yo la espía con las dos manos cerradas en forma de O para hacer unos falsos prismáticos que me acerquen a ella.

Enfoco las lentes justo en el momento en que pisotea las hierbas de la entrada con sus zapatos negros y cuando la miro a los ojos descubro un aire muy familiar, demasiado. Me giro sobre la silla y me dirijo al viejo baúl azul en el que guardo todo aquello que no uso y no quiero tirar. Con un rápido movimiento de las manos descorro los enganches y levanto la tapa hasta apoyarla contra la pared. Mis ojos recorren con ansia cada rincón del baúl y me confirman la sospecha.  La comba ha desaparecido. Abro el libro de las memorias del colegio, con las fotos de todas las clases y busco entre los cursos de primaria.

Ahí estoy, en el patio del colegio junto al resto de la clase de 3ºC. Y esa niña que sonríe a la cámara se gira hacia mí y me guiña el ojo sonriéndose. Agarro el libro y en dos zancadas me planto de nuevo frente a la ventana, escudriñando cada rincón del parque, pero la niña se ha marchado. “¿Qué raro?” – pienso – “Juraría que era yo”. Y regreso cabizbaja al baúl para colocar las memorias de nuevo en su sitio. Antes de cerrar veo la comba desenrollada y fresca, aún con restos de tierra mojada y olor a primavera.