Todos los jueves del verano en que
cumplimos los catorce quedábamos en la entrada de la piscina municipal.
Anochecía. Allí se desplegaba el cine al aire libre. En una superficie
asfaltada, casi infinita a nuestros ojos, transformada en sala de proyecciones,
con doscientas sillas de plástico verde. Hasta la caída del sol no se podía
pisar ese suelo sin abrasarse la planta de los pies sobre el cemento. En el
pueblo no gustaba la piscina pero el bar del cine era un éxito.
De los tres mosqueteros, como nos
apodó el dueño del bar, yo llegaba el primero. La cola se iba alargando sobre
la acera, pegada al muro alto y recién encalado que protegía la pantalla de
miradas morosas y manchaba las chaquetas y pantalones con polvillo blanco.
Sorteaba la cola y me acercaba al despacho de billetes, una agujereada plancha de
cartón-pluma situada en una esquina del bar. El ventanal adyacente,
cubierto con lienzos enormes de papel de estraza, escondía próximos estrenos. Yo me
asomaba entre las rendijas de vidrio y papel sediento de pósters furtivos, para
avisar a la cuadrilla. Unos minutos más tarde, una voz engolada me chilló al
oído:
– Disculpe, joven, está ensuciando
los cristales, sepárese antes de que le prohíba la entrada.
Era Ramón, el segundo mosquetero.
Nos abrazamos y reímos con gana de su perfecta imitación del guardián de la
entrada. Este ritual duraba algunos instantes y se repetía sin cambiar un solo
detalle. Cada jueves.
El guardián, al que todo el pueblo
llamaba Cheroki, era un guardia civil jubilado, calvo y regordete, último
símbolo de un pasado represivo, cercano y a la vez casi mítico. Uno que no
conocíamos aunque nuestros mayores se encargaran de recordárnoslo con sus
sempiternos aquimandoyós y estoconfranconopasabas. En la mirada triste
de Cheroki se resumía el vacío de poder que el olvido había horadado a golpe de
tic-tac. El mote le venía a pelo. Parecía una figura de escayola de esas que
colocan a la entrada de las tiendas de artesanía. Para protegerse de la brisa
llevaba una gorra negra. Y una vara, creía él, para intimidar.
Siguiendo con el ritual, Pedro se
retrasaría al menos quince minutos. Ramón y yo nos colaríamos en la fila para
pillar un buen sitio y le guardaríamos un asiento a nuestro lado.
El guardián nos cortó el billete,
que entregamos sin mirarle a la cara. Nos codeábamos en el vientre para
contener la risa ante sus mecánicas palabras. A mí ya me dolía más la dentadura
que el estómago de tanto apretar. Mientras, Cheroki nos insistía serio:
– Ya saben que está prohibido tirar
las pipas al suelo, no quiero volver a repetírselo.
Con fingido asentimiento y la cabeza
gacha, nos marchábamos a toda velocidad hacia el bar para explotar en
carcajadas tras un grupo de adultos indiferentes. En la barra, los gritos y las
trompetas del hilo musical se confundían en un vaivén amarillo y rojo de vasos
de cerveza, bolsas de patatas fritas y latas de refresco. Ramón y yo nos
abrimos hueco para pedir una bolsa de pipas y veinte duros de gominolas. Hasta
ahí la paga semanal. Si algún pariente nos visitaba durante la semana, pedíamos
palomitas y bebidas con su propina.
Aquella noche Pedro llegó antes de
que nos sentáramos, como siempre en la tercera fila, y se acomodó en la silla
del medio. Pese al calor estival llevaba una chaqueta negra de cuero.
– Me han dicho mis padres que esta
noche refresca y mañana quizá llueve –nos argumentó sin esperar comentarios.
La chaqueta era corta y se abotonaba
con corchetes. Con el cuello levantado y el nuevo corte de pelo, a cepillo,
parecía mayor. No colaría como uno de dieciocho, pero mucha gente le echaría al
menos dieciséis años.
– ¿Os quedan moras o dentaduras?
–preguntó con la mirada fija en la bolsa de chucherías. Nunca sus ojos azules
destacaban tanto, debía ser por el pelo.
Me dieron un par de collejas al
tiempo que me gritaban alelao y espabila. Disimulé lo mejor que pude,
revolviendo con la mano aquella bolsa de plástico llena de azúcar multiforme.
El comienzo de los anuncios me salvó de una buena paliza. Esa noche la película
era Terminator 2: El juicio final. Yo
había querido verla en Madrid el año anterior, pero mis padres se opusieron
porque era muy violenta y yo muy pequeño.
Casi muero del susto cuando, nada
más empezar, una máquina tritura una calavera con su pie biónico. Me asusté. Del
impulso así el brazo de Pedro, fuerte bajo la espesa capa de cuero y una
descarga eléctrica me recorrió la sangre. No entendí gran cosa de Skynet y la
rebelión de las máquinas pero ver el cuerpo desnudo de Arnold Schwarzenegger me
incendió por dentro.
Para el intermedio ya había decidido
cuál sería mi rebelión y a qué camaleónicas máquinas debería enfrentarme.
Aparentarían su amor hacia mí, pero no podrían esconderme su juicio final. Y mi
Terminator no sería Pedro. Él encontraría a su Sarah Connor muy pronto, si no
lo había hecho ya. Se acabó el hacerme pasar por quien no era. Lo curioso,
pensé volviendo a mi guerra, es que el metal líquido de esas mismas máquinas
sea tan flexible como intolerante. Un latido del pasado seguía bombeando contra
las libertades del presente.
Salimos aletargados de la piscina (o
tal vez salí), con la tristeza de un final tan heroico como increíble. Ramón se
despidió sin imitar a Cheroki y Pedro apenas se atrevía a mirarme a los ojos.
Pensé en los tres jueves de agosto que quedaban antes de que terminase el
verano. Y en todos los jueves de mi vida futura. Y también en los miércoles,
los lunes y los domingos. Mi cabeza firme y orgullosa retenía a duras penas un
barril de lágrimas a rebosar. Pedro estaba apoyado contra el muro blanco con
los restos desgarrados del cartel. Lo observé de reojo, me froté las manos para
sacudirme el relente de la noche y musité:
– Sayonara, baby.