martes, 14 de abril de 2020

Escritos II


Todas las mañanas se despertaba despacio y, sin saber cómo, encontraba su cabeza a los pies.

Vagamente, mientras se desperezaba y probaba sin éxito a abrir los ojos repasaba la noche anterior, si se había levantado incontinente o sediento, si algún insecto zumbador lo desvelaba, si los ruidos atronadores de la escalera en el silencio alarmaban su instinto…

Pero nada podía recordar de cómo había acabado enrollado sobre sí mismo, el cabecero y la almohada tan lejanos.

El siguiente paso era estirarse en la cama, uno de esos placeres que procuraba concederse cada día, si el despertar no conllevaba sobresaltos. Alargaba sus extremidades, primero hacia delante y luego hacia atrás, primero en la cama, en un ejercicio casi yógico, y luego, de un salto, de nuevo se estiraba en el suelo.

Salía del cuarto sin mirar atrás, las mantas revueltas y la ropa por los suelos poco le importaban aunque a veces olisqueara la ropa interior alejando velozmente su nariz en el primer intento y regresando con cautela para darle una segunda oportunidad.

Ya en el pasillo, dirigía sus pasos con firmeza al balcón, la terraza, la puerta y cada una de las ventanas en un ritual diario tal vez inútil puesto que esa ronda cerciorándose de que todo estuviera cerrado tendría más sentido hacerla antes del sueño y no después. Se lavaba la cara con una mano tres o cuatro veces hasta que sintiera sus ojos perfectamente abiertos y entonces se enfrentaba abiertamente a la luz que atravesaba las ventanas.

En ocasiones, a la ronda le precedía una descarga del orín nocturno tras la cual jamás se lavaba las manos, otras veces, sin embargo, la dirección que tomaban sus pasos era la del desayuno: un tazón de cereales y un vaso de agua componían el frugal festín que nunca se terminaba, dejando siempre una parte para hacer un alto en la jornada, a eso de las 11:30.
 
Si no había nadie más despierto, regresaba al cuarto y con su alegre ronroneo me acercaba los bigotes a la cara hasta que me hacía cosquillas y no me quedaba más remedio que susurrar a medio sueño un gruñido ininteligible y un ¡quita gato!

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