viernes, 17 de abril de 2020

Escritos V (parte 1)

Hacía más de 20 años que no se miraba al espejo y temía haber olvidado sus facciones. La última vez fue en aquel cumpleaños familiar al que según toda la familia no podía ir con esas pintas de pordiosero. Se colocó frente al lavabo con la mirada fija en aquellos ojos verdes que se oscurecían con cada pegote de gomina y cada tirón de peine. La raya a un lado, camisa blanca, cara bien afeitada aunque su barba no tuviera ni si quiera los tres tristes pelos de la canción, pantalón de pinza y zapato oscuro, casi ortopédico para sus plantas acostumbradas a las destartaladas deportivas grises. Esa fue la última mirada, y no era él.

Veinte años después ahí estaba de nuevo frente al espejo en la media mañana de un domingo de vacaciones, algunas canas asomando rebeldes entre el pelo enredado y dos rayas horizontales perfectamente irregulares horadando lentamente su frente. Una barba poblada y rala a la vez, que quizás con un arreglo aquí y allá le daría un aire de espadachín del siglo XVI (o XIX), la camiseta descolorida y con el cuello estirado en un improvisado escote, un chandal de esos que llamarían vintage y acentuaba su atemporalidad y sus perennes zapatillas grises, nuevo modelo lo más parecido posible a las anteriores, que había tenido que tirar porque el agua de la lluvia se filtraba a través de la suela y le empapaba los calcetines. Una pregunta le bombeaba el alma a cada detalle que su imagen le devolvía: ¿quién soy yo?

Abrió la boca en un bostezo y se dejó llevar por el sonido y la amplitud de la mueca hasta cerrar los ojos. Cuando cerró la boca de nuevo notó un sabor extraño, como a mermelada de naranja y pensó que serían los efectos de la resaca porque no probaba la naranja ni en refresco desde que se marchó de casa. Lentamente levantaba los párpados, paladeando aún ese dulzor cuando un sonido llamó su atención detrás de la puerta. Se acercó curioso al picaporte dorado y le pareció extraño, porque lo recordaba redondo y no de manilla y lacado en blanco, como la puerta que sin embargo era de madera.

Cuando apareció su hermana al otro lado, en el pasillo, todo cobró sentido de repente: "vamos, sal ya, que tengo que hacer pis. No sé por qué tardas tanto si ni siquiera te peinas". Salió al pasillo y escuchó al fondo a su madre y su abuela gritándole a la televisión mientras el aroma del café recién hecho le dilataba las narices y pensaba que era muy curioso cómo la gente se confunde de sentido y cree que despertarse es abrir los ojos.

Se dirigió a la cocina y mecánicamente, como para comprobar que todo era como se lo esperaba preguntó si su padre había salido ya. "Pues claro, son las ocho y media" le contestó su madre y casi automáticamente también, como si ella estuviera representando su papel agregó: "venga, que no llegas a clase. Y despierta a tu hermano, por favor".

Mientras regresaba al dormitorio de su infancia y adolescencia, un cuarto estrecho con cama nido de madera clara y escritorio amplio a juego junto a un armario blanco claramente insuficiente para dos gemelos en plena socialización, pensaba qué camiseta le "tomaría prestada" a su hermano antes de despertarle y se sorprendió de haber olvidado completamente el extraño viaje en el tiempo que estaba sufriendo.

"Cualquiera menos la verde oscura con las letras amarillas" le gruñó su hermano entre dientes mientras luchaba por mantener los ojos cerrados ante la explosión de claridad que convirtió sus párpados negros en rojo sangre. "No voy a cogerte ninguna camiseta, no sé por qué piensas que lo haría sin preguntarte" le respondió sonriendo mientras cogía la camiseta verde de la parte baja del montículo y revolvía toda la ropa del estante. "Me voy que no llego, dice mamá que te levantes" le espetó a modo de despedida.

(continuará)

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