martes, 5 de mayo de 2020

Día de la Furia

Un coro de voces estridentes quebraba la armonía del atardecer del Día de la Furia. Como cada año, Julián chillaría lleno de odio al grupo de personas que peinaban el suave pelaje amarillento del campo, desenredando con infinita paciencia y cuidado cada maraña de hierbas que les surgía en su tétrico desfile entre los surcos.

Cada temporada esperaba el Día de la Furia con una profunda ira desde que se levantaba. Reventaba los finos marcos de madera de la ventana y hacía añicos los cristales lanzando a la calle la carísima colección de cinturones plateados de su madre. Con sonido gutural de volumen irritantemente elevado daba los malos días a toda la familia y tiraba a la basura el desayuno, una bandeja blanca que parecía dibujar un cuadro con los círculos naranjas y amarillos del zumo, el grumoso e informe marrón de los cereales remojados en leche y el triángulo verde con estampado floreado de la servilleta.

La glacial severidad con que observaban los adultos sus actos eran su mejor recompensa y encendían su fogoso corazón con imágenes de sí mismo sobre el camión, empuñando el látigo durante la celebración de su adultez. No entendía cómo su hermana pudo renunciar a ello y suicidarse tan solo unos días antes.

Paloma nunca había seguido las normas, eso era cierto, pero que su habitación luciese como el reflejo del sol sobre el lago al amanecer o que reutilizara la vajilla de cerámica blanca tras cada comida y la limpiase mecánicamente con cuidada observación, no eran suficiente motivo para sentirse excluida. Quizá sus frecuentes sonrisas tuvieran la culpa.

Desde que se prohibiera cualquier expresión de amor, allá por el lejano 2020, la sociedad se había desarrollado gracias al odio y a la ira y los hoyuelos habían desaparecido de las mejillas de la gente, alisando sus pliegues con inexpresiva frialdad. Era sin duda un mundo agresivo y seguro en el que no había lugar para la calma.

Su ensimismamiento fue descubierto y quebrado como un hueso por el tajante grito de su padre: "¡No será tu Día de la Furia! ¡Cuántas veces lo hemos repetido desde ayer!" Sabía perfectamente que el viejo se refería a sensación seca que ensombrecía su pensamiento cuando recordaba a su hermana y sentía rabia al no poder reprimirla. Hacía todo lo posible por transformarla en violencia, la violencia que todo el mundo esperaba que mostrase, pero no parecía que el esfuerzo fuera suficiente.

Para ganarse el derecho a asistir al espectáculo del atardecer, pasó las restantes horas merodeando por la casa aplastando bichos con la suela gomosa de sus deportivas, descuartizando gatos con los cuchillos de cocina y bombeando aire en la boca de los murciélagos hasta hacerlos explotar. Los restos de sangre de su camiseta, con la forma de su mano en rojo sobre blanco, sirvieron para garantizarle un hueco en el desfile.

Un coro de voces estridentes quebraba la armonía del atardecer a lo lejos mientras Julián, con los ojos aún sangrantes por la reciente carnicería de la que era autor, se acercaba a paso ligero. Llevaba preparado su grito de asco y desprecio para escupirselo a la primera persona del grupo que se deleitase con los colores anaranjados del sol por encima de los campos pero se le congeló en la boca de la garganta.

Sus ojos se cruzaron con los de una mujer de brazos fuertes que llevaba un chal azul celeste. No entendía nada de lo que bullía en su interior. No era la sensación de otras veces, ni la sangre hirviente que le hinchaba las venas del cuello ni la respiración jadeante que escapaba sigilosa por sus dientes apretados ni tan siquiera el impulso eléctrico de los nervios que descargaban sus brazos en violentos manotazos. No. Era como si la lluvia hubiera inundado su cuerpo y necesitara desaguar el exceso a través de sus ojos.

Ahora que sabía lo que era la tristeza sintió que su cuerpo se despegaba de la realidad igual que los campos se desenmarañaban de las hierbas en el Día de la Furia. Miró hacia el camión donde restallaban los látigos de sus compañeros de clase en un desordenado ataque de serpientes de cólera. Aún no ha llovido suficiente en sus cuerpos, pensó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario