lunes, 25 de mayo de 2020

Escritos XXXI (parte 2)

(continúa)

Llevaban varios días apostando rondas y cenas gratis a quien supiera predecir el comportamiento de Rober y esta vez, Luz lo había conseguido. Con el ceño fruncido ligeramente, dejando que dos grandes surcos expresaran su malestar más rápido de lo que las mil palabras que se le ocurrían febrilmente, les pidió detalles de este nuevo jueguecito.

Con una risa condescendiente que dejaba entrever la preciosa sonrisa que a él tanto embelesaba, Luz le explicó y suplicó que no se lo tomara como algo personal. Y detalló su teoría del automatismo discursivo imitando su mecánico doblaje y desdoblaje de cazadora como prueba definitiva, sumada a los 45 minutos de retraso que llevaba según su plan por haberse puesto a discutir.

Rober asentía mecánicamente, mientras el vaso de cerveza de su amor estallaba en pedazos y las esquirlas se incrustaban en las paredes de su corazón, o de cualquier otro órgano que albergara los sentimientos, ya que él afirmaba obstinadamente que no había una razón científica a centralizar el amor en el corazón como hacía la literatura.

Simón, que temía un desengaño así por lo mucho que sabía de Rober, observaba cómo se abotonaba y desabotonaba el cuello de su camisa de cuadros rojos y azules para contener la tristeza. Tras contar dieciocho repeticiones, intervino:
- Bueno, ya está, era una chiquillada, una de esos juegos crueles que nos hacen parecer más niños. Está claro que Luz te conoce bien y sabía que entrarías al trapo con cualquier cosa.

Rober, que había estado reprimiendo la respuesta, encontró el camino abierto y contraatacó ferozmente con un monólogo hiposo:
- ¿Sabéis lo que os digo? Que no creo que Luz tenga razón. No creo que haya reaccionado automáticamente ni traicionado mi plan por una discusión, lo que creo es que he defendido una postura acerca de la obra que, teniendo en cuenta que no tengo ni idea de teatro, no es más que mi opinión, pero a la vez tan válida cómo las vuestras y sin embargo ni siquiera la habéis escuchado porque os parecía más interesante el jueguecito ese de las apuestas.

Comenzaron a hablarse a la vez y entre sus cuatro voces entrelazadas viajaban manotazos verdes  y amarillos de la barra a sus bocas, permitiendo que la cerveza y las aceitunas apaciguaran el ruido de sus monólogos superpuestos. Al cabo de un liberador rato de soledad acompañada, se callaron y entonces, Simón le dijo a Arturo:
- Yo pagaré esta ronda, pero tú nos debes una cena.

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