jueves, 4 de junio de 2020

Jugar a la comba

Desde la ventana del dormitorio, veo el parque. Hace varios meses que nadie pasa por allí y la entrada está ahora llena de hierbajos que casi cubren la cinta roja y blanca que bloquea el acceso. Antes de la cuarentena nunca me fijaba en sus muros de piedra mohosa y ahora me paso las horas muertas con los mofletes apoyados entre mis manos abiertas, sin quitarle ojo a la entrada. A veces creo que sabría decir el día exacto, hora, minuto y segundo en el que floreció cada una de las margaritas de la verja oxidada del lado izquierdo.

Mientras escribo estas líneas el viento recorre las hojas de los árboles, acariciándolas en lo más parecido a un abrazo entre dos desconocidos que veo desde el pasado mes de marzo. Me distraigo un rato pensando en los abrazos, pero una mancha en movimiento me llama la atención. No puede ser. O más bien, no me lo puedo creer.

Una niña morena, tendrá ocho o diez años, con un jersey rojo y una comba se acerca a la entrada del parque. Camina con decisión, pero al llegar junto al precinto la veo girarse en todas las direcciones, con mirada persistente y la mano derecha sobre la frente a modo de visera. Se asegura de que no hay nadie en los alrededores y eso solo puede significar que va a colarse en el parque.

El pulso se me acelera y me tiemblan las manos al escribir. Sin mirarme al espejo, sé que estoy sonriendo bobamente y deseo con todas mis fuerzas verla cruzar el parque y ponerse a jugar a la comba allí dentro. De repente soy yo la espía con las dos manos cerradas en forma de O para hacer unos falsos prismáticos que me acerquen a ella.

Enfoco las lentes justo en el momento en que pisotea las hierbas de la entrada con sus zapatos negros y cuando la miro a los ojos descubro un aire muy familiar, demasiado. Me giro sobre la silla y me dirijo al viejo baúl azul en el que guardo todo aquello que no uso y no quiero tirar. Con un rápido movimiento de las manos descorro los enganches y levanto la tapa hasta apoyarla contra la pared. Mis ojos recorren con ansia cada rincón del baúl y me confirman la sospecha.  La comba ha desaparecido. Abro el libro de las memorias del colegio, con las fotos de todas las clases y busco entre los cursos de primaria.

Ahí estoy, en el patio del colegio junto al resto de la clase de 3ºC. Y esa niña que sonríe a la cámara se gira hacia mí y me guiña el ojo sonriéndose. Agarro el libro y en dos zancadas me planto de nuevo frente a la ventana, escudriñando cada rincón del parque, pero la niña se ha marchado. “¿Qué raro?” – pienso – “Juraría que era yo”. Y regreso cabizbaja al baúl para colocar las memorias de nuevo en su sitio. Antes de cerrar veo la comba desenrollada y fresca, aún con restos de tierra mojada y olor a primavera.

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