sábado, 13 de junio de 2020

La piel de la canela

- Hacemos un buen tándem – me dijo levantando la cabeza mientras espolvoreaba canela sobre el zócalo de la entrada.


Yo me levanté del asiento en un salto y la vi de rodillas sobre el recibidor con la mirada fija en el escalón de piedra de la entrada y el gesto mecánico del brazo que agitaba el bote. Esperaba torpemente más detalles, las manos en los bolsillos y los ojos en blanco, sin saber muy bien si preguntar. Por suerte la radio nos interrumpió con una versión moderna de Piel canela, muy apropiada para este romanticismo espontáneo. Salí del ensimismamiento y me dirigí saltando al aparato para subir el volumen y ella se incorporó riendo a mis desacompasados movimientos de cadera y brazos. Nos pusimos a bailar. La montaña soleada nos observaba cómplice desde la ventana.

Tras muchas investigaciones habíamos logrado mantener en cuarentena a moscas, hormigas y babosas con métodos naturales. Siempre que completábamos la misión nos hacíamos la misma broma. 

- ¡Qué curioso que en los tiempos de confinamiento, la cuarentena de los animales consista en encerrarlos al aire libre! - Siempre a la vez, siempre las mismas palabras y las mismas muecas, el ceño fruncido primero, la sonrisa leve después y la carcajada final casi coreografiada que terminaba en abrazo.

Nos organizábamos igual que detectives, sin gabardina beige ni lupa, en torno a un plan. Identificábamos con ayuda de internet los insectos que encontrábamos y nos dividíamos como en las películas de miedo, buscando en dos direcciones, por un lado, su hogar dentro del nuestro, por el otro, los remedios no agresivos para invitarlos a salir y formar sus urbanizaciones a la distancia reglamentaria, que tal vez sea más de un metro y medio.

Por cierto, la canela funciona muy bien con las hormigas. Allá donde veíamos una aglomeración nos acercábamos en silencio, con un bote en la mano y el dedo índice de la otra sobre los labios. Perseguíamos con la mirada la procesión negra hasta encontrar su escondrijo y espolvoreábamos sobre él una gran cantidad de polvo anaranjado hasta cubrirlo. Luego, nos precipitábamos con entusiasmo infantil afuera y acercábamos las narices a la piedra como los perros para comprobar que los insectos seguían con vida y ahora buscaban proseguir su pacífica marcha en la calle.

A la hora del aperitivo, siguiendo con las costumbres que instauramos en la primera semana de nuevos hábitos y cambios de rutina, llegaba el turno de la filosofía, después de todo estrenábamos neorruralidad. Nos preguntábamos cómo habíamos llegado a ser tan favorables a las normas y qué había cambiado para que las defendiéramos casi a gritos desde los balcones. Casi siempre nos regalábamos flores para nuestros oídos con tópicos ligeros sobre los cambios de perfume que trae cada primavera, casi escapando a nuestras propias preguntas, a nuestra propia responsabilidad en ello.

Después del baile, con la mirada distraída sobre las hojas verdes de la albahaca fresca que resurgían tras los últimos fríos y un gesto falsamente relajado, le pregunté a qué se refería con aquello del buen tándem. Por dentro se me aceleraba la respiración, casi traicionándome la voz, pues esperaba comprender de ella cuál era mi lugar en el mundo. 

- Pues, no me acuerdo, con lo del baile he perdido el hilo – me respondió risueña con un breve encogimiento de hombros.

Recorrimos juntas los últimos minutos hasta llegar al principio de la historia. Por el camino, a cada frase que iniciábamos una de las dos, la subordinada que la completaba llegaba de la otra parte. 

- Quizá por eso hacemos un buen tándem, porque recordamos los detalles que la otra olvida – dije yo con un hilo de voz y un excesivo tono de pregunta.
- ¿Crees que los insectos podrían volver a casa? – me respondió paciente, mientras dirigía su mirada al pavimento bronceado de la puerta.
- Tienes razón - respondí con un suspiro de alivio. Echaremos más canela.
 

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