Yo me levanté del asiento en un
salto y la vi de rodillas sobre el recibidor con la mirada fija en el escalón
de piedra de la entrada y el gesto mecánico del brazo que agitaba el bote. Esperaba
torpemente más detalles, las manos en los bolsillos y los ojos en blanco, sin
saber muy bien si preguntar. Por suerte la radio nos interrumpió con una
versión moderna de Piel canela, muy apropiada para este romanticismo
espontáneo. Salí del ensimismamiento y me dirigí saltando al aparato para subir
el volumen y ella se incorporó riendo a mis desacompasados movimientos de
cadera y brazos. Nos pusimos a bailar. La montaña soleada nos observaba
cómplice desde la ventana.
Tras muchas investigaciones habíamos
logrado mantener en cuarentena a moscas, hormigas y babosas con métodos
naturales. Siempre que completábamos la misión nos hacíamos la misma broma.
- ¡Qué curioso que en los tiempos de
confinamiento, la cuarentena de los animales consista en encerrarlos al aire
libre! - Siempre a la vez, siempre las mismas palabras y las mismas muecas, el
ceño fruncido primero, la sonrisa leve después y la carcajada final casi
coreografiada que terminaba en abrazo.
Nos organizábamos igual que
detectives, sin gabardina beige ni lupa, en torno a un plan. Identificábamos
con ayuda de internet los insectos que encontrábamos y nos dividíamos como en
las películas de miedo, buscando en dos direcciones, por un lado, su hogar
dentro del nuestro, por el otro, los remedios no agresivos para invitarlos a
salir y formar sus urbanizaciones a la distancia reglamentaria, que tal vez sea
más de un metro y medio.
Por cierto, la canela funciona muy
bien con las hormigas. Allá donde veíamos una aglomeración nos acercábamos en
silencio, con un bote en la mano y el dedo índice de la otra sobre los labios.
Perseguíamos con la mirada la procesión negra hasta encontrar su escondrijo y
espolvoreábamos sobre él una gran cantidad de polvo anaranjado hasta cubrirlo.
Luego, nos precipitábamos con entusiasmo infantil afuera y acercábamos las
narices a la piedra como los perros para comprobar que los insectos seguían con
vida y ahora buscaban proseguir su pacífica marcha en la calle.
A la hora del aperitivo, siguiendo
con las costumbres que instauramos en la primera semana de nuevos hábitos y
cambios de rutina, llegaba el turno de la filosofía, después de todo
estrenábamos neorruralidad. Nos preguntábamos cómo habíamos llegado a ser tan
favorables a las normas y qué había cambiado para que las defendiéramos casi a
gritos desde los balcones. Casi siempre nos regalábamos flores para nuestros
oídos con tópicos ligeros sobre los cambios de perfume que trae cada primavera,
casi escapando a nuestras propias preguntas, a nuestra propia responsabilidad
en ello.
Después del baile, con la mirada
distraída sobre las hojas verdes de la albahaca fresca que resurgían tras los
últimos fríos y un gesto falsamente relajado, le pregunté a qué se refería con
aquello del buen tándem. Por dentro se me aceleraba la respiración, casi traicionándome
la voz, pues esperaba comprender de ella cuál era mi lugar en el mundo.
- Pues, no me acuerdo, con lo del
baile he perdido el hilo – me respondió risueña con un breve encogimiento de
hombros.
Recorrimos juntas los últimos
minutos hasta llegar al principio de la historia. Por el camino, a cada frase
que iniciábamos una de las dos, la subordinada que la completaba llegaba de la
otra parte.
- Quizá por eso hacemos un buen
tándem, porque recordamos los detalles que la otra olvida – dije yo con un hilo
de voz y un excesivo tono de pregunta.
- ¿Crees que los insectos podrían
volver a casa? – me respondió paciente, mientras dirigía su mirada al pavimento bronceado de la puerta.
- Tienes razón - respondí con un suspiro de alivio. Echaremos más canela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario