miércoles, 24 de junio de 2020

Nuevo y normal

Cuando comenzó la cuarentena, Jaime pensó que no volvería a ver a sus seres queridos. Hacía pocos meses que vivía en Estados Unidos y el trabajo en el laboratorio era un sueño cumplido. Con sus ojillos saltones, su cuerpo huesudo de caminar calmado y las prematuras entradas de su frente se había ganado la cercanía y el respeto de sus colegas, que lo consideraban más un venerable anciano de la tribu que un prometedor físico de apenas 30 años.

Durante las primeras semanas de confinamiento pasaba al menos dos horas diarias hablando por videoconferencia con sus diferentes grupos de amigos y amigas. Tomaban el vermú online o las cervezas virtuales y llamaban al collage de dormitorios y salones que formaba el arcoíris de la pantalla El bar de abajo.

Jaime esperaba cada videoconferencia con la ilusión de un niño que retuerce un papel de burbujas y durante los minutos previos corría de acá para allá con pasitos cortos mientras colocaba los cojines, barría el suelo y colgaba alguna tela roja o marrón en la pared para cubrir la humedad y los dos grandes desconchones que había dejado en el muro.

Durante la conexión hablaba muy atropelladamente moviendo la cabeza a los lados y cambiando de postura cada pocos minutos. Comenzaba sentado y erguido pero poco a poco iba acercándose al cristal del ordenador, encorvando su columna y subiendo los pies a la silla, hasta hacerse una bola de nieve. Después de colgar tardaba unos minutos en volver a caminar a causa de los calambres y hormigueos que sentía en las piernas y los brazos.

Tras el primer mes y medio, le sucedió algo que aparentemente no tenía importancia: sus amigos no pudieron quedar a tomar las cañas del sábado. Jaime sintió sobre los hombros un peso hondo, que lo empequeñeció aún más sobre el sofá y se quedó allí muy quieto, con los ojos cerrados, como si todo hubiera acabado. El gato, si lo tuviera, no habría sido capaz de encogerse de esa manera.

Tras un instante, que bien pudo durar varios días, se levantó con un brillo intenso en sus ojos verdes. Retiró ceremoniosamente la mesita baja del salón y a grandes y pausadas zancadas desempolvó la esterilla de acampada que utilizaba para hacer ejercicios de pilates y yoga después de la lesión de rodilla.

Sentado, con las piernas dobladas y cruzadas una sobre la otra mantuvo los ojos cerrados y dejó a la respiración vaciar su mente. Con el primer suspiro salieron todas las pantallas y sintió su espalda estirarse y crecer cuatro o cinco centímetros. Ahora, apenas visualizaba una luz blanca que lo llenaba todo. Se sentía ligero. Cada movimiento era lento y consciente. Tenía ganas de rascarse la nariz pero no lo hizo frenéticamente con los cinco dedos de la mano ruidosamente desbocados sobre su piel. Acercó la yema del índice hasta el bigote y acarició suavemente el borde de los dos agujeros.

Después del masaje se levantó con calma, recogió los bártulos con cuidado y se sirvió un vaso de agua fresca. Mientras bebía, notó que el sol se filtraba a través de las cortinas y le entraron unas ganas enormes de salir a pasear. Tomó la chaqueta, las llaves, la mascarilla y el gel hidroalcohólico antes de cerrar la puerta y salió a disfrutar de la nueva normalidad esa de la que hablaban.

Puede que no llegara a ver nunca más a sus seres queridos, la situación en Estados Unidos era trágica y el laboratorio estaba sufriendo recortes de personal y suministros. Ahora lo entendía. Había necesitado algunos meses para aceptarlo, pero había merecido la pena. Con una amplia sonrisa en los labios y un rayo de sol calentando su cara se dijo: Ni es nueva, ni es normal.

Y caminó calle abajo hasta que dejó de ver las sombras de los edificios reflejándose contra la acera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario