viernes, 11 de septiembre de 2020

Kilo y yo

 Obra seleccionada en el I certamen de poesía y relato de Encinas Reales para su publicación en la antología Susurros del corazón.

Una vecina me había regalado un cachorrito de labrador apenas un mes antes del
confinamiento. Bueno, siendo honesto, más que regalar me lo había impuesto. Lo
sostenía entre sus manos con cuidado y no sé cómo lo balanceaba, pero hacía que sus
torpes patorras y su lengua húmeda conquistaran el corazón de cualquiera.
La vecina hablaba sin parar. Tenía el pelo largo y liso, de color castaño oscuro, la cara
redonda y los dos incisivos un poco más grandes que el resto de los dientes, lo que
convertía su sonrisa en magnética. Me enseñó en tiempo récord los principales secretos
del cuidado de mascotas y me invitó a volver a la asociación si necesitaba cualquier
ayuda para educarlo.
Yo se lo agradecí de corazón y me marché, no lo niego, con la sensación de haber caído
en la clásica trampa de la compañía telefónica. Pero tuve suerte con Kilo, era un
compañero de primera clase y ni siquiera en los primeros días llegó a destrozarme las
patas de los sofás. Reconozco que cambié de sitio algunas cosas para hacerle hueco a su
manta a los pies de mi cama y quité las alfombras antes de tiempo, así que podría decir
que el perro había cambiado mi vida.
No volví a la asociación, ni siquiera paseaba cerca de allí, ni tampoco me crucé con la
vecina en los tres o cuatro paseos diarios con Kilo. Pensaba que cualquiera por allí,
viendo su tranquila obediencia y cariñosa simpatía me pediría dinero (una contribución
para el trabajo voluntario de la asociación) o algo peor (vender las papeletas de la lotería
de Navidad con el donativo para pagar el veraneo del vecindario).
En los primeros días del estado de alarma pensé que había sido injusto con el barrio.
Ahora yo podía salir todos los días a la calle varias veces mientras el resto se quedaba
en sus casas. Creo que por esa vergüenza no me atrevía a salir a la ventana a las ocho de
la tarde. Escuchaba los aplausos a oscuras, incluso, si aún tenía carga en el teléfono, me
ponía los auriculares y cualquier música para evadirme.
Una tarde en la que pasaba el tiempo leyendo una novela, escuché la conversación de
dos vecinos del bloque de enfrente. Sus voces eran fuertes y su tono juvenil, pero
preocupado. Imaginaba con cierta superioridad que serían dos adolescentes comentando
el último escándalo en las redes sociales pero algo me hizo prestar atención:
- Fran, ¿te han llamado de la asociación? – decía la voz que parecía más joven.
- Todavía no, pero ayer parecía estable – respondía la otra voz, conciliadora.
Apoyé el libro sobre la mesa abierto boca abajo para no perder la página y me asomé a
la ventana. Para llevar casi 8 años viviendo en el barrio, no conocía a nadie, por lo que

no me sorprendió descubrir que las dos voces correspondían a dos señores de mediana
edad, uno de ellos bastante calvo que se mostraban visiblemente agitados.
- Perdonad, vecinos – dije yo levantando la persiana – no es que yo sea un cotilla,
pero en estos tiempos, ya se sabe – proseguí titubeando – os he escuchado hablar
y he supuesto que era sobre algún enfermo.
- Enferma – me respondió el más melenudo – se trata de Menchu, la secretaria de
la asociación. Cogió el virus la semana pasada y lleva más de cuatro días con
una fiebre muy alta que no le baja con nada. Por cierto, soy Fran ¿y tú?
Respondí con mi nombre y durante un rato tuvimos una breve charla junto a David, el
otro vecino, sobre cómo estaba siendo el confinamiento y demás historias, pero yo no
podía quitarme de la cabeza a la enferma y rápidamente retomé el hilo.
- Disculpadme, creo que no conozco a Menchu, no he ido mucho por la
asociación, ya sabéis, por los horarios de trabajo – mentí sin convicción -
¿podríais describirme cómo es?
- Es inconfundible – dijo David tomando la palabra rápidamente – tiene los ojos
castaños y el pelo liso
- Y la cara redonda y blanca – añadió Fran
- Y la mejor sonrisa del barrio – dijo una voz desde otra ventana
- Y te abraza con el corazón cada vez que te ve – gritó a lo lejos otra voz
Y así fueron asomando por las ventanas las cabezas de medio vecindario que agradecían
a Menchu su simpatía, su cercanía, su incansable trabajo para mejorar el barrio, la vez
que organizó la convivencia en el parque, cuando logró que cambiaran el pavimento de
la plaza...
Para entonces, ya no tenía ninguna duda de que era Menchu la mujer que me había
regalado a Kilo y me uní a los gritos de ánimo, a ella y su familia, que inundaban las
calles. Desde aquel día, Kilo y yo comenzamos a salir a aplaudir a los balcones y
tenemos claro que lo primero que haremos cuando vuelva la normalidad será visitar a
Menchu.

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