miércoles, 21 de septiembre de 2022

El día que te conocí

El día que te conocí no estabas presente. No dijeron más nada que tu apellido y luego, al admitir que sabía de la existencia de tu familia, me especificaron:

Sí, hombre, Javier Marías, el escritor.

Ese que habla con vehemencia, tratándome un poco como si fuera idiota o no hubiera leído un libro en mi vida, es mi tío el catedrático, reconocido trapiellista pero no tan forofo como para hacerte un feo.

Escribe bien, Marías. Dile a Carlos que te deje Los enamoramientos. Pero no dejes de leer Apenas sensitivo...

Estamos sentados en la terraza de un bar del pueblo, bajo una parra. Carlos, el empresario se agita nervioso, tratando de llamar la atención del camarero para que nos traiga otra ronda con sus consiguientes pinchos de panceta o morro a la plancha mientras mi tío sigue glosando las virtudes de los diarios.

Rober, fenómeno, dános otra vuelta y dile a la Flaca que le eche tabasco a mi panceta. Pero antes de tirarla a la plancha, no después. ¡Que no es ketchup!

Tiene una voz fuerte y segura de sí misma, resolutiva y ágil. Mi tío y yo nos quedamos observando en silencio. Yo dudo de que haya oído nada acerca de Los enamoramientos aunque desde el otro lado de la mesa un pequeño gesto de la mano me pide paciencia. Callo y dejo que el silencio se enrede por la parra. Llegan las tapas y alabamos las bondades del cerdo con la boca llena, esparciendo migas de pan por toda la mesa. De repente Carlos se endereza y su cara se vuelve rígida.

Es muy bueno, joder.

¿El cerdo? Buenísimo. Y se aprovecha todo respondo nervioso ante la pausa grave que sigue a su afirmación.

Por suerte no presta atención ninguna a mis palabras y continúa su soliloquio:

Hacía tiempo que no leía un libro así de bueno. Desde Dientes de leche, por lo menos. Y mira que el título no me llamaba. Me daba la impresión de que se habría vuelto un ñoño hablando del amor y del romanticismo y todas esas catetadas de principiante. Pero, no. Maneja el ritmo de maravilla y es de esas historias que van tomando fuerza y que sin saber cómo estás un día preparando la cena y pensando en qué será de María Doltz.

Entonces, ¿me lo prestas?

Justo lo llevo en el coche, mira, ahí están las llaves me abalanzo a por ellas antes de que se retracte y, mientras aparto la silla, me chista.– Ya sabes que sólo hay dos tipos de tontos: los que prestan un libro y los que lo devuelven.

Al tiempo que me alejo, escucho una voz grave que rechista: "No es mejor que Los amigos del crimen perfecto." Pero yo estoy lejos, lo bastante para ignorar la discusión o, por lo menos, posponerla para cuando regrese con tu novela a mi asiento bajo la parra.

El coche está a la sombra de un bloque de pisos, de modo que me puedo detener un instante a observar el ejemplar y, casi como un juego, abro la primera página para sentir cómo despegas: La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última vez que lo vio su mujer...

También aquella tarde bajo la parra sería la última vez que Carlos viera la novela. O por lo menos esa copia. Aún la conservo. Y por si te lo preguntas, tiempo después leí el diario de Trapiello. Ya ves que en mi familia no somos forofos.

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