viernes, 15 de enero de 2021

Sabiduría incierta

 

Mi mejor maestro se marchó el año pasado.

Yo, con apenas 20, asistía a sus clases en la universidad Carlos III de Madrid, una sucesión de edificios bajos y naranjas con suelos encerados y aulas pequeñas, salpicado de jardines minúsculos que se rebelaban contra el corte francés al que los sometían.

Antonio caminaba de acá para allá, atendiendo personas, teléfonos y recados. Jamás perdía la compostura ni la sonrisa, y tampoco se le despeinaban sus cada vez menos abundantes cabellos blancos. El traje gris y la camisa blanca, siempre sin corbata, solo en verano sin chaqueta acentuaban su aire intemporal, eterno, capaz de conjugar tradición y modernidad, pasado y presente, como se espera de cualquier profesor de historia.

Lo recuerdo una mañana, acariciando nuestras mentes con su voz calmada. Si hubiera querido, nos habría hipnotizado, como en esas películas distópicas que tanto se llevan ahora, y habría creado un ejército de zombis que conquistara el mundo con el poder de las humanidades entre los intersticios del sistema. Aquella mañana, a primera hora, hablaba con tono monocorde de la incertidumbre actual, agravada desde que dejamos de mirar al pasado, firme, estable y cierto. Explicaba que lo incierto no era el futuro, o más  bien, que esa no era la novedad, que la clave, sin embargo, estaba en… Justo en ese momento me dormí.

Me pasaba a menudo en las primeras clases, especialmente los viernes. Solía luchar contra ello garabateando en mi cuaderno apuntes ilegibles que no trataba de descifrar luego. Con Antonio no me podía resistir. Me arrellanaba sobre la porción de mesa que tenía enfrente y me ocultaba tras las espaldas de la gente de primera fila. Almohadillada la cabeza sobre mis brazos, dejaba que su arrullo me abrigase como una manta de lana sintética, fina y cálida.

A mi lado alguien se encargaba de despertarme si el muro se caía o desplazaba hasta descubrirme. Aquella mañana sentí un suave codazo y con lo que creí mucho aplomo, me incorporé. Agité el brazo en bucle sobre el papel para manifestar que estaba subrayando aquellas sabias palabras. No era capaz de alzar los ojos, aún protegidos de la luz por mis feroces párpados cerrados cuando escuché de nuevo la voz de Antonio:

-        No lo molestes, deja que duerma. Lo necesitará mucho más que esta clase – Y luego, dirigiéndose a mi atónita mirada, ya lúcida, insistió – No te preocupes, descansa.

Nunca quise saber cuál era esa palabra, ese concepto que perdí entre mis sueños. Nunca porque estaba claro que Antonio había logrado que lo comprendiese incluso en sueños. Como todos los grandes maestros me indujo a pensar en la incertidumbre y a asumirla como parte del reposo de los viernes. Una parte fundamental, toda vez que hoy, más de 15 años después, me despierta de la siesta para recordarme que está ahí, presente en el presente.

El coronavirus se lo llevó, maldito sea, el año pasado.

Desde entonces, por incierto que se anuncie el panorama, gracias a ti, Antonio, no lo vivo con congoja.

Nos vemos el próximo viernes.

A primera hora.

4 comentarios:

  1. Muy bonito eso de que lo comprendías incluso en sueños, ya me hubiese gustado a mi tener profesores así, je, je

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  2. muchas gracias, por la pequeña parte que me toca :)

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  3. Qué bueno incluir la incertidumbre en el saber!!

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