martes, 12 de enero de 2021

Bajo una capa de nieve

No se recordaba una nevada similar en los últimos 50 años. Gregorio apuraba el café y podía considerarse afortunado. El televisor de pantalla plana y dimensiones obscenas situado en el esquinazo de la barra continuaba con la triste letanía de accidentes de circulación y muertes por congelamiento que dejaba la borrasca. Huellas también, las que sus botas habían dejado sobre la acera blanca unas horas antes. Y sin embargo, pensó con la cabeza gacha entre los hombros, ni rastro de Leonor.

Como siempre.

Leonor era la procuradora titular en el juzgado. Con equilibrada precisión agilizaba los procedimientos y respetaba los horarios de trabajo, sin perdonar uno solo de sus derechos laborales. No era madre. Tampoco estaba casada ni con pareja estable. Solía decir todo esto seguido, en una retahíla ya monótona, para ahorrarse las preguntas incómodas sobre su vida privada que le hacían sus compañeros cada vez que anunciaba que ejercía su derecho al descanso.

Descanso. ¡Ja! Embutida en un pijama de franela con estampados de estrellas o tirada en el sofá con un libro o una película a medias, así se la imaginaba Gregorio los días en que le tocaba suplirla. Asuntos propios, le decían. Y rezongaba mientras se ataba los zapatos o se abotonaba la camisa, aún con el pelo revuelto y las marcas de la almohada en la mejilla. Sí, estaba seguro, no había nada peor que ser reserva, ya le pasaba en el equipo de fútbol del colegio y por ello pasó su infancia entre pulmonías.

De tanto chupar banquillo.

En el restaurante apenas dos mesas seguían ocupadas. Una pareja algo más joven que él, posiblemente a la espera de que la nieve gentil se detuviera para regresar a casa. La otra era de trabajo, seguro. Cuatro hombres trajeados intercambiaban papeles y cuchicheos entre sonidos agudos de la cubertería de batalla, de grasa y menú diario. Parecían algo mayores, aunque a Gregorio, desde que cumplió los 50 le resultaba imposible distinguirse de prejubilados o sesentones canosos.

Se quedó por unos instantes observando a los cuatro ejecutivos al tiempo que giraba distraídamente la cuchara entre el vacío de la taza de café para engañar a su adicto e hipertenso paladar. A veces también se relamía el bigote repartiendo así el aroma amargo de la lengua.

-Ahora tampoco correrá prisa, digo yo. El que hablaba era el más gordo de los cuatro, al que la apretada corbata le hacía más saltones los ojos. También era el que menos susurraba y de su tez enrojecida se podía intuir alguna copa de vino de más.

-Antonio, no hay que esperar a nada más. Mira por ejemplo la nevada de hoy ¿y si se acabara el mundo? Tú seguirías ahí diciendo que no hay prisa. Seguro que hasta le insistías al mundo para que se esperase tres o cuatro días más. Las risas corearon el comentario y se acompañaron de tragos y palmadas calurosas en la espalda. Tanto que la dueña se acercó a la mesa a pedir silencio. Pensó Gregorio que la dueña del restaurante, doña Lola, se parecía bastante a su maestra de párvulos y le entró frío.

No se recordaba una nevada similar en 50 años y aquella seguramente la vivió en párvulos, pensaba Gregorio. A falta de recuerdos, imaginaba que la maestra los conducía hasta el gimnasio, en el que todos los estudiantes aguardaban a que pasara el temporal entre colchonetas y mantas.

Pensó en los niños y niñas que estarían en clase, o en el comedor escolar ahora. En Leonor y en los demás clientes del restaurante. En doña Lola, la dueña, con su cara arrugada y sus manos curvas fuertes.

La televisión encendida continuaba con el parte meteorológico. Allí mismo, sobre la mesa y con el pico del cuchillo, grabó un abismo, el de esos cincuenta años pasados. Luego, incorporándose despacio con ayuda de las manos, se sacudió las migas de pan y se caló el sombrero, la bufanda y el abrigo.

No se recordaba una nevada similar, pero habían pasado 50 años.

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