Desde la Puebla Vieja de Laredo no se ve el mar. Ninguna de
las seis rúas que forman el casco antiguo de la ciudad lo permite. Y es a
propósito. Así quiso el rey Alfonso VIII que fuera, como un fortín inexpugnable frente
a los piratas. Porque, como es bien sabido, los piratas no le temen al mar, pero sí a la tierra
firme. Creía que así podrían mantener alejados del pueblo a los malhechores.
Sin embargo, la primera expedición de calaveras, parches negros y patas de palo que quiso saquear la ciudad llegó una tarde cálida de otoño y se introdujo en la ciudadela como el caballo de Troya, con finos y falsos disfraces de comerciantes extranjeros.
Funcionó. Desde entonces se les conoce como Troyanos. Hoy
sus descendientes, lejos de abordajes, mareas y tormentas, gestionan las tabernas, tiendas de regalos
y servicios de correos de la ciudad.
Cuando los visitantes y turistas llegan a sus calles empedradas, una emoción desconocida recorre la sangre de los troyanos. Observan su ir y venir descontrolado a la caza del botín, sea en forma de fotografía para Instagram o de souvenir hortera. Más de una vez le he oído decir a la nieta de aquellos viejos piratas: “Infelices, también se creen troyanos en Laredo” y sonreírse al descubrir que buscan alguna residencia en venta para quedarse a vivir aquí.
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