jueves, 9 de julio de 2020

Historia de una fuente


A Virginia le caía el pelo suelto sobre un vestido azul desteñido heredado de su hermana mayor. Aunque le pesaba ser la segundona y no tener nada propio, no se escapaba de casa por eso. Sencillamente, estaba cansada después de tantos días encerrada en casa sin respirar la brisa del mar. Era mucho pedir, si consideramos que no cumplía los diez años, forzar a una cuarentena así a una alegre chiquilla en medio del adelantado verano de Cádiz.

En el apartamento contiguo vivía Pablo, un compañero de clase más alto que ella, con el pelo rubio y los ojos marrones que llegaba al aula tarde y con sus grises pantalones remangados siempre que llovía. En clase no se dirigían la palabra porque las plazas estaban distribuidas por orden alfabético de apellidos y cada cual había hecho amistades en su círculo más próximo.

Era una coincidencia afortunada que vivieran puerta con puerta, sin embargo, ya que durante los sesenta días de encierro habían podido tramar la huida cuchicheando a escondidas desde las terrazas, refrescando las mejillas contra los helados barrotes metálicos del balcón, por debajo de los geranios.

El plan no era complejo pero exigía la máxima precisión: aprovechar que sus familias estarían de charla a las 8 de la tarde para escaparse al rellano y ahí esperar. Cuando la gente cerrase puertas y persianas, podrían salir del edificio y ver de nuevo el mar. No hacía falta mucho equipaje, si acaso una rebeca, por el relente de la noche y un puñado de galletitas saladas.

A sus 9 años (en total sumaban 18, se decían para convencerse de que eran mayores) cruzaban valientes las calles vacías de la ciudad fantasma en dirección al parque. Junto a un banco había un paraguas abandonado. A pesar de que no llovía, Virginia lo tomó y Pablo al verlo se agachó para remangarse las perneras. Treparon por una piedra blanca hacia una especie de plataforma, desde la que seguramente se vería el mar cuando comenzó a llover sin nubes. Bajo el paraguas abierto se agarraron y levantaron la vista:
- Podríamos quedarnos aquí - dijo ella - frente al mar.

El agua resbalaba por los laterales del paraguas como una fuente. Los barcos desde el puerto agitaban el pañuelo despidiéndose y empezaba a atardecer cuando escucharon los gritos de sus familias. El confinamiento había terminado y tenían que cambiar las flores que depositaban cada año junto a la estatua de los niños.

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