martes, 19 de julio de 2022

Comentarios - Lejos de Toledo

 El segundo libro de la trilogía de Angel Wagenstein sobre los judíos en el siglo pasado e iniciada con El pentateuco de Isaac, que ahora estaría tristemente de actualidad, ya que se desarrolla en la actual frontera entre Polonia y Ucrania.

En este caso, la ambientación elegida es Plóvdid en Bulgaria y el componente autobiográfico es aún mayor que en el Pentateuco, ya que el autor también es natural de Plóvdid y también sefardí (de ahí el título de la obra).

La abuela de mi abuela Mazal tuvo, desde luego, su propia abuela. Aquélla, por su parte, tuvo la suya, y así sucesivamente. Por esta ley genética se formó una camarilla de abuelas, una tras otra, a través de los años y los siglos, que empieza en Toledo, a orillas del Tajo, y atraviesa toda Europa hasta Plóvdid, a orillas del Maritsa. (...)
Esto sucedía como bien recordaréis, a finales de junio de 1492, después del edicto de sus majestades los Reyes Católicos Fernando II de Aragón e Isabel de Castilla, en virtud del cual todos los judíos que hubieran renunciado a adoptar la fe en Cristo deberían abandonar sus tierras sin demora, largándose al carajo o donde más les conviniera.

El estilo de Wagenstein, refinado y burlón, se hace enormemente ameno y acompaña el discurrir de la narración con tremenda fluidez. Claro que, ciertas bromas o refranes perpetúan una visión tradicional que tiene sus pegas, aunque en general se focaliza en el lado positivo o nostálgico de las tradiciones.

De hecho, la historia de Albert Cohen, narrador de la novela, es precisamente la nostalgia de un emigrante que regresa a su ciudad natal y observa cómo ha cambiado todo aquello que recordaba.

A lo mejor ese revoltijo típicamente balcánico de pedazos de historia desmenuzados e incompatibles, semejantes a los fragmentos de magníficos floreros antiguos, a la cerámica burda y a las monedas cubiertas de cardenillo que la tierra de aquí escupe sin cesar como un cajero automático, es un signo del carácter imperecedero de esta ciudad. Puede que sea así. Pero, para mí, lo más entrañable son aquellos paréntesis abiertos en su historia infinita que reúnen, a través de la distancia histórica, a dos hombres excelsos: Filipo de Macedonia, padre del gran Alejandro, que conquistó la ciudad y le dió su antiguo nombre de Filipópolis, y Abraham el Borrachón, que obsequió a las iglesias de Plóvdid y alrededores con cúpulas de zinc, ninguna de las cuales ha goteado jamás.

La intención de la obra es muy loable, pues reconstruye una Toledo del siglo XX en la que tres culturas (sustitúyase la católica por la cristiana ortodoxa) conviven en paz y armonía, con sus desencuentros personales y el absoluto respeto a la elección de vida de cada creyente. Sin embargo, patina al incorporar el patriarcado, común a todas las religiones "de libro" y hacerlo sin ápice de crítica, sino meramente como chiste ligero y facilón que acompaña al relato. Los personajes femeninos son objetos (unos senos, unas piernas...) o temperamentos difíciles. Y ahí hay pocas concesiones y mucho juicio, da la impresión, por parte del autor, que, todo hay que decirlo, cumplirá cien años en octubre.

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