viernes, 11 de marzo de 2022

Canon a siete voces

Samuel se sienta frente al teclado e intenta por un instante convertirse en Mykyta, o en Yakiv, o en Orynko. El primero podría ser un padre de familia numerosa, el segundo un joven estudiante, quizás de arquitectura, la tercera una abuela seria y categórica con muchas historias a su espalda.

Orynko podría contar la historia de su hermana Kalyna, deportada a finales de los 70 por exigir a Rusia que respetara la independencia ucraniana. O la de su sobrina Ohla, que participó en la huelga de hambre del Maidán en el año 90. O la historia de su nieto Dmytro, que hace unos días se marchó de Mariupol porque aún no ha cumplido los 18 años.

Pero no lo consigue. Aunque quiera, Samuel no puede evitar la distancia que separa su cómoda casa en la montaña, con su cocina de gas, su calefacción de gas, su calentador de gas... La distancia, decía, que lo separa de los fríos campos de Polonia, a menos de 500 km de Auschwitz, donde quizá estuvo su bisabuelo. Ese del que nunca le han hablado.

Y piensa en Orynko y en Dmytro y en las miles de Orynkos y Dmytros sin voz. En sus rostros, que llenan los televisores y las radios y las redes sociales de aquí como si eso pudiera quitarnos las legañas después de un sueño culpable y silencioso. Y se alegra de no haber elegido a Mykyta, reclutado a la fuerza en Dnipro, o a Yakiv voluntario para defender Kiev por unas horas en negras barricadas.

Y casi se avergüenza. 

Él. 

El único personaje de esta historia que puede permitirse la vergüenza.

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