viernes, 1 de octubre de 2021

El día D

D. no se llamaba así porque fuera detallista, más al contrario, solía distraer su atención a la hora de los remates. Por ejemplo, se vestía, eso sí, y no olvidaba ninguna prenda, pero elegía sin quererlo aquellos pantalones de pana color beige con un cerco de vino a la altura de la rodilla izquierda, o la camisa de rayas agujereada por el tabaco que consumía por las noches, o las sandalias cangrejeras impolutas que no combinaban con las demás prendas. Con semejante atuendo, y una capa o sombrero en caso de lluvia, se hacía a la calle.

Cualquiera podría pensar en D. como en un pobretón (o pobretona, que en la descripción no hemos determinado su sexo) de escasos recursos y formación limitada pero de nuestro imaginario brota al mismo tiempo un sinfín de personas sabias (hombres seguramente, vaya usted a saber por qué) que son descuidadas o desaliñadas, o desordenadas al tiempo que geniales.

Evidentemente, D. entraba en ese panteón de sabios (y alguna sabia) y tenía reservado un lugar preferente, cercano a AC, un travieso jovenzuelo de sonrisa cautivadora y lengua descarada que cuidaba de su lozanía tanto como le era posible y guardaba un parentesco no muy lejano con nuestra protagonista

Tras seis días desaparecida, D. regresó a su casa con más arrugas que de costumbre, tanto en la ropa como en su avejentado cuerpo de sabia. Traía también pocas ganas de hablar. AC, que había permanecido ocioso durante todo ese tiempo, la interceptó con un entusiasmo desmesurado:

– Pero ¡qué alegría verte! –le espetó alargando su mano derecha hasta la de ella y sacudiéndola repetidamente como se agita la palanca de una máquina tragaperras–. Supongo que habrás viajado muy lejos en estos seis días. Cuéntame, por favor, con todo detalle en qué has ocupado tu valioso tiempo.

La pegajosa mano ya envolvía las estrechas y cansadas espaldas de D., que suspiró y se acomodó en el banco de madera que gobernaba la calle. El desinterés por cuanto le rodeaba sorprendió al joven, que holgazaneaba orgulloso por el barrio a todas horas y ya estaba asomándole un reproche a los labios cuando la sabia fijó su mirada en él y comenzó a hablar:

– He tenido unos días muy intensos, me dediqué a crear el Mundo, yo creo que ya es hora de descansar. Y no es por presumir, pero creo que me ha quedado muy bonito –aquí D. apartó la mirada y frunció el ceño–, con su Luz y sus Aguas, sus Vientos y sus Montañas, sus seres vivos… Muy bonito el Mundo, sí.

– Vaya, vaya… así que creando el Mundo –el breve soliloquio encontró al efebo frotándose las manos con insistencia–. Y ¿no te has dejado nada por hacer? ¿Quieres que le eche un vistazo? Bien conozco tus carencias y podría incluso mejorarlo si me lo permites.

– Ni se te ocurra acercarte al Mundo –respondió D. con voz grave, la mirada fija en los baldosines de la acera–. Está bien como está y no necesita nada más. Es una obra de arte y quiero que la autoría sea toda mía. Llámame egoísta, o ególatra si quieres, o egocéntrico. Lo que quieras, pero el Mundo es mío.

En vista de su fracaso y aprovechando el descanso de D., el joven tramposo se dejó caer por el Mundo a hurtadillas para tomar nota de sus fisuras. Allá donde veía un prado, sembraba malas hierbas, en las montañas practicaba pequeños agujeros que permitieran salir al magma del interior, en los mares y océanos agitó las aguas creando temibles mareas y entre los seres vivos plantó el rojo fruto de la violencia. En apenas veinticuatro horas había logrado completar el Mundo a su antojo.

No del todo satisfecho, se dirigió a casa de D con pasitos cortos y alegres, culeando cuanto su espinazo le permitía y al llegar declamó ante su ventana con patetismo:

– ¡Oh, Señora, de alta gracia y sabiduría! Escucha las humildes súplicas de tu fiel servidor. En ellas hallarás con gran presteza el paso postrero hacia la eterna gloria. Sal pues, y asoma tu noble cuerpo a la ventana que AC tiene grandes noticias para ti.

– Mira que eres rimbombante –contestó D. apática–. Suéltalo cuanto antes y lárgate ya, que es domingo.

­– Te falta la Literatura –y se cruzó de brazos.

D. estaba apoyada sobre el herrumbroso balcón, de no haber sido así se habría precipitado al suelo desde aquellos veinte metros de altura que separaban su tercer piso del asfalto. El maldito AC tenía razón, había olvidado la Literatura. Quiso aparentar desprecio.

– Bah, y ¿de qué me serviría la Literatura en el Mundo? Si ya es perfecto como es, ¿quién va a querer contar historias, con o sin moraleja?

– Tú –contestó malicioso–. Querrás que se cuente tu historia, ¿no es así? La fabulosa historia de D. que hizo el mundo en seis días. Y para ello te hará falta la literatura, porque una crónica no recogería el heroísmo que tu gesta merece.

– Está bien –concedió D. algo irritada y con los pómulos encarnados–. Pero de eso te ocupas tú. Yo no pienso volver al Mundo. Ah –dijo alzando el dedo índice y sonriéndose–, y nada de manzanas, odio las manzanas.

El ardoroso joven asintió enigmático y se despidió del vecindario:

– Señoras y señores, me voy al Infierno, no tengo nada más que hacer aquí y D. no me va a aceptar cuando vea cómo ha quedado el Mundo.

Y con una ceremoniosa reverencia partió. 

Poco ha cambiado el barrio tras su marcha, aunque dicen en el vecindario que un par de meses atrás, D. preguntó a su hijo si le apetecería conocer el Mundo.


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