miércoles, 22 de abril de 2020

Panel de edición

La configuración de la entrada dejaba mucho espacio a la imaginación. Un simple portalón con tejadillo y felpudo marrón claro. De las miles de posibilidades podría ser una cualquiera; residencia veraniega, casa familiar, tienda de frutos secos y encurtidos, agencia inmobiliaria...

De entre tantas opciones, elegimos la tienda para continuar, sin duda por nuestra particular inclinación a la palabra y el concepto de encurtidos, que nos entretenía en los largos viajes imaginándonos verdes aceitunas y pepinillos con chalecos de cuero y ceñidas botas de piel.

Así que atravesamos el umbral y nos acercamos al mostrador para ver las etiquetas. Nunca nos gustaron las aceitunas, aunque no podríamos vivir sin el aceite de oliva virgen extra, sin embargo nos apasionaba mirar sus precios por el añejo sabor de los números en rojo brillante sobre el fondo blanco con la variedad escrita a veces a mano con un rotulador permanente, de esos que necesitan ser repasados permanentemente para que no se le borre la información.

Nuestros ojos perseguían cada rincón de la vitrina escrutando cada detalle como los satélites de geolocalización en busca de la ubicación de la Gordal deshuesada. Ver la montaña ovalada de piedras verdes nos teletransportaba a los Picos de Europa y nunca supimos por qué, pero no le dábamos ninguna importancia gracias al aire fresco que nos refrigeraba los pulmones en esos momentos.

Aunque temíamos el momento, nuestro enlace permanente con la vasija metálica de las aceitunas nos impedía escuchar la amable voz que hacía ya unos minutos nos daba la bienvenida a la tienda y, con un timbre educado en las más antiguas escuelas de marketing de la humanidad, los mercados ambulantes, nos ofrecía dos esmeraldas con denominación de origen.

Habíamos ensayado este momento quinientas veces desde la última vez que entramos en una fábrica de encurtidos y nos llevamos diez quilos de aceitunas arbequina mientras observábamos al responsable programar el prensado mecánico y escuchábamos las sugerencias para obtener "unos dos litros de aceite de oliva virgen extra de calidad insuperable con aromas frutales". No fuimos capaces.

De entrada teníamos previsto declinar el ofrecimiento con un simple muchas gracias, reservando la excusa para casos de insistencia. Ahí empezaba nuestra batería de historias inverosímiles, entre las cuales destacaban nuestras 3 favoritas, el clásico "ya hemos comido", que causaba el mismo asombro a las 11 de la mañana que a las 6 de la tarde y que se llevaba la medalla de bronce de las justificaciones y nuestras flamantes campeona y subcampeona excusiles:

En segundo lugar estaba la denominada excusa gallega, que apodábamos así por obedecer al tópico de responder preguntando. De este modo, nuestra excusa era tan sencilla como esta "¿Nos las podemos guardar para llevar?" Y si esto de por sí generaba una mirada de través, nos proponíamos agregar "porque ya hemos comido", realizando un combo que podría incluso superar a la excusa número uno y desencajar completamente la sonrisa ya borrada de cualquiera al otro lado de la vitrina.

Nuestra favorita, pues ya que no fuimos capaces de hacerlo, tanto vale compartirla, consistía en aplicar un cambio de roles con la mayor naturalidad posible y responder al ofrecimiento con un simple "lo sentimos pero vamos a cerrar y no atendemos pedidos ya". Se nos escapaban las carcajadas del cuerpo cada vez que pensábamos cómo nos responderían a esto y no podíamos parar de temblar.

Pero ninguno de nuestros planes pudo llevarse a cabo y terminamos por conformarnos con la vista previa de todos ellos en nuestra imaginación mientras agradecíamos con la boca llena la aceituna y nos despedíamos con la urgencia de haber aparcado el coche en doble fila para poder escupirla a la salida y lavarnos la boca del encurtido sabor a derrota.

No nos gustan las aceitunas, pero no lo íbamos a publicar.


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